Se han dado, en estos días, diversas respuestas a la pregunta sobre dónde estaba
Dios cuando Haití se desplomó. Todas ellas expresan puntos de vista valiosos, que
pueden inspirar sentimientos de conformidad y mover a la aceptación de la cruz. Pero
se quedan un tanto cortas, por la profunda razón de que los acontecimientos de la vida
espiritual son complejos, y su sentido profundo sólo lo captamos cuando vemos
conjuntamente las diversas facetas que presentan. En este sentido, cabe decir que la
verdad es polifónica (R. Guardini) e, incluso, sinfónica (H. Urs von Baltasar).
Cuando la tragedia y el dolor nos oprimen, solemos preguntar cómo permite Dios
tales males, si es un Padre providente y bueno. Celebraríamos, entonces, que tuvieran
lugar –por parte de Dios– golpes de efecto que dejaran patente la conexión entre su
carácter amoroso y la marcha del mundo. Ello nos permitiría palpar lo religioso y
convertirlo en una experiencia irrefutable. Pedimos signos, y éstos permanecen
ausentes. Todo parece llevarnos a la convicción de que debemos arreglar la vida por
nuestra cuenta, pues Dios guarda silencio ante nuestras súplicas. ¿Cómo explicar este
silencio de Dios?
A esta inquietante pregunta quisiéramos los creyentes dar una respuesta
contundente, tan sencilla como clara e inapelable. Pero, debido a la complejidad del
tema, hemos de poner en relación varias ideas, dejar que se enriquezcan mutuamente y
hagan surgir el sentido de aquello que deseamos clarificar. Tales ideas son –entre
otras– las siguientes:
1) Dios quiere revelarnos su existencia, pero lo hace de forma
velada para que no sea forzosa su aceptación. 2) Por eso creó el mundo de tal forma
que pueda explicarse por leyes internas, de modo que parezca innecesaria una
intervención divina. 3) Jesús –en quien se realiza la revelación perfecta de Dios Padre–
cumplió en silencio la voluntad del Padre, que pareció desoír su oración en el Huerto y
dejarlo a su suerte. 4) Jesús, velando su divinidad –es decir, guardando silencio– dio la
vida por amor.
5) Al hacerlo, nos reveló con toda claridad que Dios –en sus tres
personas– nos ama hasta el extremo. 6) Este amor absoluto nos inspira una confianza
absoluta en el Dios que guarda silencio. Tal confianza nos inspira una fe firme, capaz
de superar la amargura que nos produce pensar que no somos escuchados por el
Altísimo. Entrevemos, así, que el silencio de Dios no implica indiferencia sino amor,
un amor que respeta la libertad del amado y da la vida por él. 7) Este amor lo hizo
palpable el Padre al resucitar a Jesús a una vida nueva, transfigurada, invulnerable.
La resurrección de Jesús –y, con Él– la de los creyentes fieles a su fe es la última palabra
de Dios, ciertamente; pero es una palabra que cobra toda su fuerza expresiva al ser
oída al mismo tiempo que los mensajes contenidos en los puntos anteriores.
Hagamos el esfuerzo de pensar los siete puntos en su interna conexión y veremos
surgir el sentido del llamado silencio de Dios, pues bien sabemos que el sentido de un
acontecimiento brota siempre en el contexto en que se da. El significado es algo
simple, siempre el mismo. El sentido es algo complejo, y cambia en los diferentes
contextos. Cuando ese sentido se alumbra en la mente, se obtiene respuesta a la
pregunta sobre dónde está Dios cuando el hombre sufre.
El silencio de Dios –visto en su contexto– no sólo no nos aleja de la fe cristiana,
sino que nos lleva a admirar como nunca la figura de Jesucristo muerto y resucitado.
Entonces sí que obtenemos una respuesta luminosa y consoladora a la pregunta que al
principio nos torturaba. «En realidad, el dolor es una revelación. Uno entiende lo que
antes nunca entendió, y contempla la Historia desde una posición distinta»: esto
escribió Oscar Wilde en su libro De profundis (Desde lo hondo), tras un tiempo de
dolorosa y fecunda purificación.
Alfonso López Quintás
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