La sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre los crucifijos en las aulas, el veto suizo para construir nuevos minaretes, la posible prohibición en Francia del burka o las intervenciones de la jerarquía católica con motivo de algunas leyes (aborto, equiparación de las uniones homosexuales con el matrimonio, legalización de la eutanasia y del suicidio asistido en algunos países, regulación de la asignatura de religión en el currículo escolar, etcétera) ponen de relieve una vez más la potencial conflictividad política de las creencias religiosas. Previsiblemente, la reforma de la Ley de Libertad Religiosa prometida por el gobierno español también pondrá de actualidad un debate recurrente en la política.
LA LAICIDAD, UN BIEN POLÍTICO
En el seno de las democracias actuales, este debate gira en muchas ocasiones en torno a la idea de laicidad. La prohibición en Francia hace cinco años de que las estudiantes llevaran velo en la escuela se hizo en defensa de la laicidad. Muchos posicionamientos –generalmente de carácter prohibitivo- relacionados con aspectos sociales de las creencias religiosas se hacen en nombre de la laicidad. Esto lleva a que, para muchos creyentes, el término laicidad posea connotaciones negativas, al percibirla como una amenaza a su libertad religiosa.
Por otra parte, el maximalismo de algunos de los que invocan la laicidad para reducir las legítimas expresiones de religiosidad o incluso las costumbres sociales con origen religioso, como puede ser poner un belén en la calle por Navidad, no ayuda nada a debatir la cuestión con serenidad. Para abordar estas cuestiones con éxito resulta oportuno, por tanto, aclarar qué se entiende por laicidad y, en función de ello, dar respuesta a las cuestiones concretas que en cada caso se planteen.
Una ayuda muy útil en este sentido es la distinción realizada por Martin Rhonheimer en “Cristianismo y laicidad” entre una concepción meramente política de la laicidad y un concepto integral –integrista- de laicidad.
La versión meramente política de la laicidad establece que el ámbito político ha de ser constitutivamente laico. Esto se materializa en la laicidad del Estado, que comporta, resumidamente, una triple exigencia: su aconfesionalidad, es decir, que el Estado no hace suyo ningún credo religioso; su soberanía, lo que conlleva la completa independencia de los poderes del Estado respecto a cualquier poder religioso; y, finalmente, la irrelevancia de las creencias para el disfrute íntegro de la ciudadanía.
Se trata de aspiraciones políticas que, circunscritas al Estado y a la condición de ciudadano, resultan completamente legítimas y absolutamente necesarias. El carácter laico del Estado garantiza la paz en el seno de la sociedad y representa una exigencia de justicia y de libertad para con los ciudadanos. La laicidad del Estado constituye un característica netamente política –se circunscribe a la constitución del Estado- y representa un gran bien porque posibilita que personas de muy distintas creencias y con escalas de valores enormemente diversas, a veces incluso marcadamente contrapuestas en cuestiones que consideran fundamentales, puedan formar parte de una misma comunidad política.
Conviene dejar claro que la laicidad del Estado no representa una visión negativa o peyorativa de la religión por parte del Estado. La laicidad estatal, expresada en su aconfesionalidad, es buena no porque niegue nada a la religión ni pretenda ninguna obstrucción a la práctica religiosa y a sus expresiones externas. Al contrario, la laicidad del Estado representa un inmenso bien, precisamente, porque garantiza la plena libertad de creencias en los ciudadanos. Al declararse religiosamente incompetente, el Estado garantiza, como ya he dicho más arriba, que el pleno disfrute de los derechos y libertades que poseemos los ciudadanos no va a ser obstaculizado ni privilegiado de ninguna manera por lo que creemos o dejamos de creer, lo cual afianza la libertad de pensamiento y religión.
LA LAICIDAD, UN BIEN CRISTIANO
Pero la laicidad no es sólo un bien político –lo que no es poco-, reconocido como tal en un texto reciente del Magisterio católico como un “valor adquirido” que “pertenece al patrimonio de civilización alcanzado” , sino que es también un bien cristiano. Y lo es porque ese bien político resulta enormemente coherente con un elemento constitutivo de la dignidad humana cual es la libertad de conciencia, tal como fue reconocida por el Decreto sobre libertad religiosa emanado del Concilio Vaticano II.
En referencia a este texto conciliar, Benedicto XVI en su discurso a la curia romana el 22 de diciembre de 2005 afirmaba que “el Concilio Vaticano II, en el Decreto sobre libertad religiosa, ha reconocido y asumido un principio fundamental del Estado moderno, al mismo tiempo que enlazaba con una herencia profundamente arraigada en la Iglesia”, manifestada en el hecho de que “los mártires de la Iglesia primitiva murieron por su fe en el Dios revelado en Jesucristo y, así, murieron también por la libertad de conciencia y por la libertad de confesar la propia fe”.
No es preciso forzar nada las palabras del Papa para comprender que resulta más coherente con los principios genuinamente cristianos entender el ámbito político como un espacio de libertad en el que todas las personas pueden practicar libremente sus creencias mientras no conculquen el bien común, que la aspiración a un Estado constituido en defensor de la verdadera fe.
El cristianismo apareció en la historia como una exigencia de libertad religiosa y, por tanto, como separación entre poder político y religión. A los primeros cristianos no se les pasaba por la cabeza la idea de algo parecido a un Estado católico. Un Estado de este tipo representa más bien una limitación de la libertad religiosa, pues se presta a que los derechos y libertades ciudadanos queden de algún modo supeditados a la posesión o no de una determinada creencia.
INTEGRISMO LAICISTA
Ahora bien, una cosa es el laicismo político y otra muy distinta lo que Rhonheimer denomina concepto integral de laicidad o integrismo laicista.
Una cosa es establecer netamente la legitimidad y necesidad de un Estado aconfesional, que no hace suya ninguna confesión religiosa, que se declara incompetente en materia religiosa y en el que la ciudadanía no está en absoluto condicionada por las creencias que se posean o no se posean, y otra cosa es considerar que en el ámbito público sólo pueden tener cabida las propuestas que no tienen en cuenta a Dios.
La laicidad se torna integrista cuando pretende hacer social y políticamente irrelevante las creencias religiosas, cuando quiere hacer invisibles las manifestaciones públicas de religiosidad o intenta que las referencias a Dios sean expulsadas de la vida social, cuando pretende excluir del debate político a los creyentes aduciendo que sus propuestas políticas están “contaminadas” por sus creencias, como si existieran propuestas políticas no contaminadas por algún tipo de creencia. Se trata de una idea de laicidad según la cual el Estado debe rechazar cualquier forma de influjo de las creencias religiosas en la esfera política, lo que en la práctica significa una anulación de las virtualidades de las creencias religiosas y un juicio negativo y limitativo de las religiones.
Lo más determinante quizá del laicismo integrista sea la pretensión de que las decisiones políticas, una vez adoptadas de manera procedimentalmente correcta, no estén sujetas a valoraciones morales; o, mejor, su resistencia a que las decisiones políticas sean cuestionadas desde criterios morales, cosa que, lógicamente hará cualquier creyente consecuente. “La laicidad integrista –advierte Rhonheimer– pretende la autonomía de las instituciones políticas no sólo como autonomía política, institucional y jurídica, sino también –en un sentido comprensivo– como último criterio moral en el ejercicio de dicha autonomía (…) Tiende a convertir los hechos mismos –mayorías concretas, medidas legislativas, etcétera– en valores políticos supremos y moralmente inapelables (…) Por su propia naturaleza y a modo de principio, este tipo de laicidad tiende a anular la distinción entre poder y moralidad”. Y hay que reconocer que tal anulación contiene un sesgo totalitario.
El integrismo laicista posee como rasgo característico su hostilidad a la religión. Explica Rhonheimer que, más que una limitación de la práctica religiosa,“dicha hostilidad constituye la respuesta a una pretensión de la religión: la de ser representante de una verdad de orden superior, así como de un ramillete de valores objetivos, capaces de someter el ejercicio del poder político y de la libertad civil a una valoración moral conforme a criterios que reclaman ser verdaderos, y capaces también de ejercer realmente un influjo social a través de su presencia pública; por ejemplo, en el sistema educativo”.
También es integrismo, entiendo yo, apropiarse de algún modo del Estado, excluyendo cualquier tipo de colaboración entre el Estado y las confesiones religiosas. Negar ayudas estatales a la construcción de templos, a la educación conforme a las creencias religiosas o a la celebración de manifestaciones públicas de fe con el argumento de que el dinero público no puede dedicarse a creencias “privadas”, además de presuponer una equivocada concepción de lo público, es plantear una injusta preferencia estatal sobre las creencias. Si se excluye la posibilidad de que el dinero público colabore con diferentes manifestaciones de las creencias religiosas mientras que colabora con todo tipo de ofertas culturales, “con la condición” de que no sean religiosas o no tengan que ver con la religión, resultaría que el Estado estaría privilegiando el agnosticismo o el ateísmo, porque colaboraría a hacer culturalmente prevalentes aquellas propuestas que no tienen en cuenta a Dios.
EVANGELIZACIÓN Y LAICIDAD
Una pregunta cabe hacerse para acabar estas reflexiones: ¿resulta compatible la laicidad del Estado con el empeño cristiano de transformar el mundo a la luz del Evangelio? En los debates políticos con más calado moral, un argumento que se escucha a menudo es que los cristianos amenazan la laicidad cuando pretenden “imponer” a los demás sus creencias. La pegunta anterior puede exponerse de otra manera: ¿puede un cristiano ser un convencido defensor de la laicidad y, a la vez, procurar influir conforme a la luz del Evangelio en la aprobación, derogación o modificación de las leyes?
La respuesta es netamente afirmativa. En tales debates, los cristianos no pretenden imponer a los demás creencias propiamente religiosas (divinidad de Jesucristo u otras cuestiones de este tipo). Lo que los cristianos consecuentes intentan o deben intentar es que las leyes resulten acordes con la visión de la dignidad del hombre que dimana del Evangelio. Reclaman también que las leyes no restrinjan las consecuencias prácticas de la verdadera libertad religiosa –por ejemplo, que garanticen la educación cristiana de sus hijos-. Estas pretensiones son absolutamente legítimas y concurren en el espacio público con otros modelos y ofertas. Los cristianos tenemos por delante la apasionante tarea de convencer a los demás ciudadanos de lo razonable de nuestras propuestas en conformidad con los valores que sustentan la democracia y la laicidad del Estado.
Francisco Santamaría
martes, 9 de febrero de 2010
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