domingo, 28 de febrero de 2010

Hipocresías. Chesterton y los hipócritas

La cuestión de la secularización de la sociedad catalana ha despertado una interesante discusión. De lo que no cabe duda es que el “católico sociológico” o cultural o como le queramos llamar, ocupa un lugar importante en nuestra sociedad: casi siete de cada diez se define católico. Evidentemente, en este alto porcentaje también se incluyen los no practicantes y los que no comparten el contenido íntegro de la fe católica.

Querría detenerme a reflexionar un fenómeno curioso ¿Cómo se explica que en una sociedad con un porcentaje tan elevado de católicos, muchos medios de comunicación desprecien o ridiculicen lo católico? ¿Por qué una mayoría choca con tantas dificultades a la hora de tratar de dar una educación determinada a sus hijos en una sociedad democrática? Y esta paradoja no es exclusiva de Cataluña.

No pretendo dar una respuesta exhaustiva a base de datos, sino plantear una reflexión sobre tres posibles causas –hipocresías, las llamaremos– y una, también posible, solución.

Siguiendo a Chesterton, comencemos por la primera hipocresía. “El viejo hipócrita clásico era el hombre cuyos fines eran en verdad terrenales y prácticos, mientras fingía que eran religiosos. El nuevo hipócrita es aquel cuyos fines son realmente religiosos mientras finge que son terrenales y prácticos”. Se habla de igualdad, de solidaridad, de eficacia, e incluso de fraternidad y tolerancia para introducir una nueva moral, contraria a la doctrina de la Iglesia. Que algunos que se consideran enemigos de la Iglesia utilicen esta técnica no es de extrañar; lo curioso es que algunos cristianos, ingenuamente, den respaldo a muchas de esas iniciativas.

La segunda es la hipocresía del mal. Normalmente, el hipócrita clásico aparentaba poseer unas virtudes y una bondad de las que carecía. Es el típico fariseísmo. Pero existe también una hipocresía del mal: el que manifiesta conformidad con una moral o unos comportamientos que en su interior rechaza. Incluso acude a espectáculos e incrementa la audiencia de programas que ridiculizan abiertamente su fe.

Podríamos añadir una tercera: la hipocresía de los principios. Entre muchos cristianos se ha perdido la llamada escala de valores. No distingue entre un principio fundamental de la fe y una disposición provisional o temporal. “Lo importante es que nos amemos como hermanos”, se repite una y otra vez. “En cuestiones de derecho a la vida o a la educación, en la defensa de la familia o la indisolubilidad del matrimonio... en eso que cada uno piense lo que quiera: no nos vamos a dividir por esas cuestioncillas”.

Ciertamente, existe una mayoría culturalmente católica en casi toda Europa, pero con poca influencia en la sociedad, desde el punto de vista de los valores de la Iglesia. ¿Cómo responder ante esos ataques y burlas tan frecuentes en nuestros algunos medios? Una solución rápida, ya probada, consiste en reunir a todos los católicos en una sola fuerza política.

En democracia significa disponer de muchos votos, lo que equivale a poder. Y con el poder, la imposición del respeto hacia la propia religión. Pero, en el caso de lograrse, volverían los antiguos problemas del clericalismo, todavía más acuciantes en nuestros días, como ha demostrado la historia.

La Iglesia se vería involucrada en todo tipo de cuestiones temporales, precisamente aquellas que la misma Iglesia católica deja a la libre actuación de sus fieles. La Iglesia, en su versión de partido político, se convertiría en camino de acceso al poder y, fácilmente, se desviaría de su objetivo fundamental, la salvación de la humanidad por Cristo.

Además, si toda esa masa que se autodenomina culturalmente católica no se pone de acuerdo en los principios fundamentales de su fe ¿Por qué razón lo ha de lograr en algo mucho más complicado y mudable como es la doctrina y la actuación de un partido político confesional? Si de lo que se trata es de defender cuestiones puramente temporales y opinables, ¿para qué necesitamos un partido confesional? Se supone que la razón esencial de esta unificación de fuerzas tiene como primer objetivo los puntos básicos de la doctrina cristiana.

Existe otra solución inspirada en la doctrina del Vaticano II, en gran parte, todavía por estrenar, mucho más lenta y laboriosa: no consiste en formar un grupo aparte de ciudadanos católicos, sino de ciudadanos católicos, uno a uno, que participen e influyan en todos los ámbitos de su vida ordinaria. Deben actuar con plena libertad y responsabilidad en el mundo.

Para ello, deberán ser prudentes para no dejarse llevar de falsas promesas; audaces para tomar la iniciativa en todos los campos en los que participan los ciudadanos corrientes, también en el político; inteligentes, para conocer a fondo la doctrina católica, la luz del Evangelio, para dar respuesta a las múltiples cuestiones que plantea nuestra la sociedad.

El cristiano, junto con otros ciudadanos iguales que él —católicos o no católicos, e incluso no practicantes o agnósticos— interviene en todo tipo de instituciones: sociales, jurídicas, políticas, culturales. Y así, desde dentro de las mismas instituciones, sin línea de mando, sin consignas, siguiendo su conciencia bien formada de acuerdo con el magisterio de la Iglesia, el católico puede superar cualquier tipo de hipocresía y transformar todas las realidades en las que desarrolla su existencia, incluidos los medios de comunicación.

TemesD´Avui.org

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