Durante el trámite y aprobación de la reciente ley del Aborto, ha sido norma desechar las opiniones adversas con el aserto de que no han de imponerse los motivos religiosos.
Aparte de que las verdades no son tales porque la Iglesia lo proclame, sino que proclama lo que es verdadero, téngase en cuenta que la defensa de la vida no es un asunto emanado de ninguna religión, sino exigido por el ser del hombre.
Lo terrible es cuando la esencia del hombre se revuelve contra sí misma de modo no racional; entonces las exigencias de la racionalidad claman por una respuesta; y al no hallarla, se inventa, convenciéndose incluso el propio inventor.
Las declaraciones en favor de la vida naciente van desde los filósofos clásicos hasta la poesía o los últimos descubrimientos. Toda la verdad no es proporcionada por la ciencia experimental, pero lo probado empíricamente es verdadero. Y probado está que la unión de óvulo y espermatozoide produce un nuevo ser perteneciente a la especie humana desde el principio.
El investigador Lejeune escribió: "Aceptar el hecho de que, desde la fertilización, un nuevo ser ha comenzado a existir no es una cuestión de opinión. Es una evidencia experimental".
Cuanto más pasa el tiempo, tanto más claro resulta aquello de Julián Marías: "la ilicitud del aborto nada tiene que ver con la fe religiosa, ni aun con la mera creencia en Dios; se funda en meras razones antropológicas, y en esa perspectiva hay que plantear la cuestión".
En tal horizonte se movía, en el siglo V antes de Cristo, el Juramento Hipocrático: "Jamás daré a nadie medicamento mortal, por mucho que me lo soliciten, ni administraré abortivo a mujer alguna".
Siempre ha existido aborto y, siempre también, el consiguiente rechazo. Ni lo uno ni lo otro son modernos, pero tampoco religiosos. En todo caso, moderno es el avance de la ciencia que avala la vida y retroceso el derecho que favorece la muerte.
Así pensaba Ovidio, cuya crítica comienza por su abortista amante Corina, para censurarlo después en todos los casos, amparando al niño indefenso —así canta el poeta— ante quien está provisto de todas las armas contra él.
No puede ser más explícito, ni más actual porque hasta esas armas son ahora igualmente brutales. De hecho, ningún abortista permite visionar la grabación de un aborto. Es cierto que también existen pensadores que han estado o están a favor de la violenta muerte uterina.
Pero ni la ciencia experimental ni la antropología gozaban de los conocimientos actuales, incluso la fe religiosa, diciendo lo mismo que ahora, tal vez se expresaba con menor fuerza, por escasez de datos científicos.
Supongo que nadie considerará confesional la declaración de muchísimos médicos españoles indicando que "el aborto es un atentado a todos los derechos humanos, a todo orden moral, una amenaza gravísima a toda la sociedad".
Supongo igualmente que nadie calificará de religiosos los estudios realizados en torno al recién concebido, ni que los microscopios utilizados (o cualquier otro medio) tengan patente celestial, ni que hiciera teología el Nobel de Medicina Alfred Kastles al afirmar que, "desde el punto de vista biológico, cualquier práctica abortiva, por temprana que sea, debe ser considerada un homicidio". Quizás sólo la ideologización acepta el aborto.
El Real Colegio de Psiquiatras de Londres emitió un comunicado en 2008, para afirmar los graves problemas mentales que el aborto puede acarrear a la mujer que lo practica, autocorrigiendo severamente otro documento de 1994.
La experiencia de lo que iba sucediendo —incluido algún suicidio— motivó este cambio radical. El progreso de la ciencia hace más incomprensible, también por arcaica, la postura abortista. Ésta es parte de un tipo de feminismo trasnochado, que acaba dejando sola a la mujer con un "derecho" convertido en la carga maldita de haber permitido matar a su hijo.
No es el amigo de la vida quien deba quedar arrinconado por los débiles argumentos de este feminismo, basado en la libertad de disponer del propio cuerpo, de que no podemos imponer a otros nuestras opiniones, de evitar que alguien vaya a la cárcel por este motivo, el hijo no deseado...
Todas esas argumentaciones, y otras parecidas, dejan de lado dos verdades fundamentales: la ciencia muestra que el aborto es matar un ser humano y enseña también que la mujer sufre graves consecuencias. Todas las leyes imponen algo: ¿son más importantes las que obligan a proteger determinadas plantas que las que exigen el cuidado de un hijo?
El gran pacifista Gandhi se expresó en estos términos sobre la interrupción voluntaria del embarazo: "A mí me parece claro como la luz del día que el aborto es un crimen". Las verdades sencillas —el derecho a la vida lo es— se expresan con sencillez. Lamento decir que sólo una sociedad anestesiada por el egoísmo puede pronunciarse de otra manera.
Imponer el aborto nos afecta a todos, porque la sociedad receptora, nuestra sociedad, deviene en peor, se degradan sus cimientos y todos permanecemos menos seguros, aunque se denomine interrupción voluntaria del embarazo, que es como llamar interrupción de la respiración a la pena de muerte.
Pablo Cabellos
miércoles, 24 de marzo de 2010
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