En el año sacerdotal y en el marco de la cuaresma, cabe recordar que este tiempo litúrgico nos prepara para revivir la Pascua, es decir, la muerte y resurrección de Cristo. Es un camino que en cierto sentido recorremos durante toda nuestra vida, y algunos de modo particularmente intenso; así sucedió con muchos africanos en los años noventa, como representa la película “Disparando a perros” (Shooting dogs, M. Caton-Jones, 2005), concretamente en Ruanda.
La acción se desarrolla en un campo de refugiados tutsi, custodiado por un destacamento de la ONU. El director de la escuela del campo es el padre Christopher, que cuenta con un ayudante, Joe, joven maestro británico.
En la catequesis, Christopher les dice a los niños que Jesús no está sólo en la Eucaristía: “Jesús está en todas las cosas. Está en todos los corazones humanos, en todo lo que vemos, tocamos y sentimos”. Y les va explicando que Jesús sacrificó, en la cruz, su vida por todos nosotros, sólo por un motivo: el amor. Esta escena anuncia el tema de fondo del proceso interior de Cristopher.
Son enjundiosas las conversaciones entre el sacerdote y el maestro, con frecuencia justo antes de la celebración de la misa.
En una primera conversación, el maestro le pregunta por qué no dejar la misa para después y organizar mejor las necesidades de alimentos entre la gente. El sacerdote le contesta que esas personas tienen ante todo necesidad de Dios, y anima a Joe a participar en la Misa.
Es impresionante la celebración, sencilla y alegre, con canciones y sobrias danzas, como deben de ser las misas de las comunidades cristianas africanas. También impresiona ver el modo sencillo y sentido de un bautismo administrado por Christopher —después de hacer de comadrona en el plano natural—, incorporando a un niño a la comunidad de los cristianos.
No menos impresionante, en la catequesis con los más jóvenes, resulta la secuencia a raíz de la pregunta de una de ellas sobre si Dios ama también a los que están fuera de la verja, gritando y esperando la ocasión para matarlos a machetazos.
Tras un breve silencio, el sacerdote le responde:
— “Dios no ama todo lo que hacemos. Eso es cosa nuestra. Pero ama a todos sus hijos”.
En otra ocasión, ante el sacerdote ya revestido para celebrar la Misa, el maestro le espeta que a los asesinos les dará igual que sea sacerdote o blanco.
— “¿Es que usted desea morir?”
— “No se trata de eso”, replica Christopher, que inmediatamente deberá arriesgar su vida en busca de medicinas para el recién nacido.
Mientras tanto, los cadáveres de los que no han tenido la suerte de ser defendidos de los asesinos, yacen no lejos de allí, comidos por los perros…
Después de una matanza ante sus propios ojos, Joe le pregunta a Christopher:
— “¿Cuánto dolor puede tolerar un hombre… ¿Podemos encontrar un sentido a tanto dolor?”
— “Así lo espero”, le responde Christopher.
— “Ya, Dios lo sabe. Quizá deberíamos preguntarle a él, si es que está todavía por aquí…”.
Y la respuesta del sacerdote, titubeante:
— “Quizá haya llegado la hora de preparar nuestros equipajes…”.
En la escena siguiente, está Christopher solo. Como si se hubiera enterado de esa conversación, entra Marie, jovencita de la catequesis, para preguntarle al sacerdote si les va a abandonar. Y él le responde que por muchas cosas terribles que sucedan, ellos están en su corazón y estarán hasta su muerte. Es un paso más en el proceso interior del sacerdote.
Inmediatamente los soldados de la ONU reciben la orden de evacuar a los no ruandeses. Les dan media hora, que el padre Christopher emplea en dar la primera comunión a los niños y jóvenes que había preparado. Mientras, los soldados arrían sus banderas.
— “Según las enseñanzas de la Iglesia —termina el sacerdote— debemos renacer; pero ahora fortalecidos por la Eucaristía, en esta comunidad”.
Los soldados abandonan el campamento, no sin haberse negado —como le piden los que se quedan— a disparar sobre los refugiados, al menos sobre los niños, para hacerles la muerte más rápida.
Joe se sube a uno de los camiones. Pero, al ver a Christopher de pie en tierra, desciende un momento para rogarle que le acompañe:
— “¿No viene usted?”
— “Debo quedarme”.
— “¿Por qué hace esto?”
— “Me preguntaste, Joe, dónde está Dios en todo lo que pasa aquí, en este sufrimiento. Sé exactamente dónde está. Está justo aquí —señala mirando alrededor— con estas gentes, sufriendo. Su amor está aquí, más intenso y profundo que el que yo jamás había experimentado. Y mi corazón está aquí, Joe, mi alma. Si me voy, pienso que nunca volveré a encontrarla. Que seas fiel en todo, Joe”.
No hace falta ya decir que, poco después, Christopher pierde la vida para ayudar a escapar de la masacre a algunos más jóvenes. Y muere manifestando a su asesino un único sentimiento: el amor.
No es extraño que se considere como mártir al padre Vjeko Curic, franciscano misionero nacido en Bosnia-Herzegovina, que es la figura real e histórica a quien Christopher pone rostro.
— “Su sacrificio —dice Maríe al final de la película— fue una prueba de amor. También nosotros deberíamos aprovechar todo el tiempo que se nos ha dado”.
Juan Pablo II destacó el esfuerzo del padre Curic para “rescatar y ayudar a sus semejantes por la gloria de Dios y el amor al prójimo”.
Hoy sigue habiendo muchos sacerdotes y religiosos en todo el mundo, que dan su vida por el mismo ideal, como también muchos fieles laicos lo hacen cada día, aunque no sea en forma violenta, sino santificando el dolor y la alegría, que acompañan siempre el “vivir” en cristiano la vida ordinaria. En todos ellos y por ellos Dios está especialmente, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría.
Ramiro Pellitero. Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra
lunes, 1 de marzo de 2010
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