Se ha dicho que en el fondo de todos los miedos está el de morir. Parece que actualmente se plantea la posibilidad de volcar en un ordenador (download) la “configuración” y “preferencias” personales, de modo que quedaran en algún sitio…
Nos resistimos a desaparecer del mundo y penetrar en lo desconocido. Esto se explica porque, de un lado, la vida nos proporciona la experiencia de que todos morimos, y, por otra parte, nadie ha vuelto del más allá para contarnos qué pasa. Además, está la separación de los seres queridos.
También el cine actual, como en la película “Más allá de la vida” (Hereafter, Clint Eastwood 2010), se pregunta por lo que hay después y por la comunicación con los que se han muerto, sólo que sin nombrar a Dios; en algún momento se evoca la fe cristiana, pero de un modo desleído y poco convincente. Sin embargo, la inquietud sigue en pie, y toda la película es testimonio de ello.
“Tal vez –escribe Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza (2007)– muchas personas rechazan hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo”. Querrían –prosigue– aplazar la muerte lo más posible. Pero –argumenta– seguir viviendo sin fin sería más bien una condena o una carga, algo aburrido e insoportable.
San Agustín, que trató el tema, concluye que en el fondo sólo queremos una cosa, llámese la vida bienaventurada o, simplemente, la felicidad. Con palabras del Papa, “de algún modo deseamos la vida misma, la verdadera, la que no se vea afectada ni siquiera por la muerte”. Querríamos eternizar “el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad.... el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya no existe”. Este momento sería “la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría”.
La fe en la vida del más allá no es, ciertamente, exclusiva del cristianismo. Las religiones la sostienen. Lo que es propio de la fe bíblica es la resurrección de los muertos. Es decir, la fe en que, al final del tiempo y de la historia, recuperaremos nuestros cuerpos para ser nosotros mismos de nuevo; y, si hemos superado el examen sobre el amor (San Juan de la Cruz), vivir para siempre. No se trata de la reencarnación (tomar “otra” carne u otra figura, vivir la vida de otra persona), sino de tomar nuestra misma carne.
En la canción que Eric Clapton compuso a su hijo de cuatro años –que en 1991 cayó de un 53º piso en New York– le preguntaba: “¿Sabrías mi nombre si te viera en el Cielo? ¿Sería lo mismo si nos encontrásemos en el Cielo?” (Tears in Heaven). Sí, los cristianos tenemos esperanza en que nos encontraremos con los seres queridos en la comunión de la familia de Dios, así como esperamos en una justicia definitiva y en la renovación del mundo.
Es importante insistir en que la esperanza cristiana nada tiene que ver con el individualismo. Ya en esta vida –escribe Benedicto XVI– “ningún ser humano es una mónada cerrada en sí misma. Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal”.
Alcanzar la fuente del conocimiento y del amor. Entrar en comunión personal con la Verdad y el Bien, la Belleza y la Vida plena, junto con todos los que han llegado a ella en una misma familia. De ahí que todas las expresiones (visión de Dios “cara a cara”, belleza inimaginable, novedad incesante…) se quedan cortas para hablar de lo que nos espera. Y no sólo nos espera sino que se nos ofrece ya ahora incoadamente por medio de la Eucaristía.
No es un consuelo fácil la esperanza cristiana, ni una evasión de los compromisos aquí abajo. Al contrario, implica la responsabilidad por el mundo entero, hasta la cruz, con la serenidad e incluso el gozo de quien sabe que todas las cosas, hasta las más pequeñas, pueden hacerse eternas por el amor.
“La muerte —escribió Gustave Thibon— nos espera, según la altura de nuestros deseos, como una novia o como un verdugo, y de todos los actos de nuestra alma sólo subsistirá nuestra participación en aquello que, por no proceder del tiempo, no morirá con él. Cronos únicamente devora a sus propios hijos” (Nuestra mirada ciega ante la luz, Rialp, 1973). Y recoge las palabras de Santa Catalina de Siena a una persona abrumada por el peso de las tareas temporales: “Somos nosotros quienes las hacemos temporales, porque todo procede de la bondad divina”. Así, concluye Thibon, “todo lo que no es eternidad recuperada, es tiempo perdido”.
Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra
RELIGIÓN CONFIDENCIAL
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