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Publico la homilía de Mons. Javier Echevarría, al conferir el diaconado a 34 fieles del Opus Dei en la basílica de San Eugenio (Roma), el pasado sábado día 13.
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Queridos hermanos y hermanas.
Queridísimos hijos que vais a ser ordenados diáconos.
1. Llenos de agradecimiento a la Santísima Trinidad, asistimos a la ordenación diaconal de estos treinta y cuatro hombres, fieles del Opus Dei. Entre las variadas ceremonias litúrgicas de la Iglesia, la administración de las Órdenes Sagradas —además de producir gran alegría al pueblo cristiano— es una celebración que tiene una belleza especial, llena de simbolismo y de significado. Mediante los gestos que realizaré como Obispo, como instrumento vivo de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, el misterio de Dios penetra con mayor fuerza e incisividad en nuestros corazones.
Como ha escrito el Santo Padre Benedicto XVI, «la belleza de la liturgia es parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra»[1]. Hemos, pues, de participar en este rito con la mayor piedad y con el gozo de llevar a cabo un acto de culto querido por Nuestro Señor.
Se trata de un acontecimiento muy sobrenatural, que sólo se puede percibir con los ojos de la fe; y, al mismo tiempo, está lleno de humanidad, porque comprobamos que el único sacerdocio, el sacerdocio de Jesucristo, continúa en el tiempo a través de sus ministros.
Mediante la imposición de las manos por parte del Obispo y la oración consagratoria, Dios Padre enviará sobre estos hermanos nuestros al Espíritu Santo, que «los marca con un sello ("carácter") que nadie puede hacer desaparecer y que los configura con Cristo, que se hizo "diácono", es decir, el servidor de todos»[2]. Pidamos a la Santísima Trinidad que acreciente en nosotros, durante esta celebración eucarística, las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.
Al mismo tiempo, consideremos que no sólo los nuevos diáconos, sino todos nosotros, en cuanto cristianos, hemos recibido la misión de servir a los demás, siguiendo el ejemplo del Maestro, que no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos (Mt 20,28).
Hoy, aprovechando la gracia que el Señor nos envía, recemos para que esta misión confiada a la Iglesia —de modo particular a los diáconos, como recuerda la primera lectura de la Misa, refiriéndose a los levitas instituidos por Moisés para el servicio del sumo sacerdote Aarón— brille en el mundo con todo su esplendor y su gran eficacia.
Corresponde a los diáconos, según el Catecismo de la Iglesia Católica, «asistir al obispo y a los presbíteros en la celebración de los divinos misterios, sobre todo de la Eucaristía y en su distribución, asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, proclamar el evangelio y predicar, presidir las exequias y entregarse a los diversos servicios de la caridad»[3].
Dirijámonos al Espíritu Santo pidiéndole que la fuerza que va a conceder a estos nuevos ministros, mediante su configuración con el Hijo amadísimo del Padre, llegue a las almas que ellos han de ayudar en el camino de la santidad.
2. Serviréis a Dios, hijos míos diáconos, cuidando amorosamente todo lo que se refiere al culto divino. Ya anteriormente, como cristianos que han recibido en el Bautismo una participación en el sacerdocio de Cristo, habéis procurado poner cariño y delicadeza en las diversas manifestaciones de la piedad eucarística: participar en la Santa Misa conscientes del misterio que se hace presente sobre el altar; hacer con amor las genuflexiones ante el Santísimo Sacramento; y tantos otros signos externos de piedad, que revelan la sinceridad de nuestra fe en la presencia eucarística del Señor.
Ahora, como diáconos, vuestra cercanía física y espiritual a Jesús en la Eucaristía será aún mayor. Tendréis el privilegio de tocar con vuestras manos y distribuir a los fieles las sagradas Especies, que esconden y a la vez manifiestan la presencia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo; tomaréis en vuestras manos el ostensorio para impartir la bendición eucarística; podréis llevar la Comunión a los enfermos y el Viático a los moribundos, confortándolos en el viaje hacia la patria celestial...
Prestaréis estos servicios pastorales del mejor modo posible, si procuráis comportaros como San Josemaría: en su vida y en sus libros tenemos todos —clérigos y laicos— una doctrina en maravillosa sintonía con la tradición de la Iglesia, que hemos de seguir, y un ejemplo que hemos de imitar, para crecer en respeto e intimidad con Jesucristo.
En este año, 80º aniversario del comienzo del apostolado del Opus Dei entre las mujeres, querido por Dios, y que desde el pasado 14 de febrero estamos recorriendo con Santa María, me viene con frecuencia a la mente el recuerdo de la devoción con que San Josemaría se refería a una imagen de la Virgen que se difundió mucho en la época de su infancia, cuando San Pío X dio un fuerte impulso a la práctica de la comunión frecuente. Representaba a María adorando la Hostia santa.
Hoy, como entonces y como siempre, Nuestra Señora nos enseña a tratar a Jesús, a reconocerle y a encontrarle en las diversas circunstancias del día y, de modo especial, en ese instante supremo —el tiempo se une con la eternidad— del Santo Sacrificio de la Misa [4].
En la escuela de María —Mujer eucarística, como la llamó Juan Pablo II—, aprenderemos a tener con Jesús, Hijo suyo y Hermano nuestro, todas esas delicadezas de verdadero amor a la Sagrada Eucaristía, que Él espera de nosotros.
3. Por lo que se refiere al servicio a los hombres, además de la predicación de la Palabra de Dios y de la administración de algunos sacramentos, me gustaría detenerme en las obras de misericordia, que fueron una de las primeras manifestaciones del oficio de los diáconos en la Iglesia.
Es sabido cómo, en los primeros tiempos, el Paráclito suscitó la necesidad de elegir a siete hombres de buena reputación, llenos de Espíritu Santo y de sabiduría, para ayudar a los Apóstoles en el cumplimiento de su misión[5].
Entre los oficios que les fueron confiados, la Escritura indica de modo especial el cuidado de las personas más necesitadas en la Iglesia: los pobres, las viudas, los enfermos. «Con el paso de los años y la difusión progresiva de la Iglesia —ha escrito el actual Romano Pontífice—, el ejercicio de la caridad se confirmó como uno de sus ámbitos esenciales, junto con la administración de los sacramentos»[6].
Hasta el punto de que los cristianos eran conocidos por los paganos, sobre todo, por el ejercicio heroico de la caridad. «Mirad cómo se aman», decían, al ver cómo nuestros predecesores en la fe ponían en práctica el mandamiento nuevo del amor fraterno, que Cristo les había enseñado [7].
En nuestros días, en muchos lugares, el Estado y otras instituciones sociales, pero sobre todo la Iglesia, se encargan de atender a los pobres, a los enfermos, a los huérfanos, etc. A pesar de todo, siempre será necesario cuidar con amor y delicadeza a los indigentes, cosa que sólo es capaz de hacer un corazón lleno de la caridad de Cristo.
Como en los primeros tiempos, con total desinterés y con viva caridad, la Iglesia ofrece sus cuidados a toda clase de personas. Esta dedicación actúa como el imán, atrayendo los corazones de muchos que están lejos de Dios y que nosotros queremos acercar al Señor. Insisto: estos servicios de caridad son tarea de todos los cristianos, aunque la Iglesia los confíe particularmente a los diáconos.
Pero cada uno de nosotros ha de mostrarse disponible para aliviar las necesidades de los demás, que muchas veces no son sólo de carácter material, sino también espiritual. La lejanía de Dios, la soledad, la indiferencia, y tantas otras necesidades favorecidas por una sociedad que incita al egoísmo, nos ofrecen muchas ocasiones de hacer el bien.
Hijos míos, tened una especial preocupación por los enfermos y por todos los que sufren en el cuerpo o en el espíritu; procurad acercaros a esas personas para ofrecerles un poco de alivio en el nombre de Jesús.
Con palabras de Benedicto XVI en su reciente viaje a Santiago de Compostela, os recuerdo que «para los discípulos que quieren seguir e imitar a Cristo, el servir a los hermanos ya no es una mera opción, sino parte esencial de su ser. Un servicio que no se mide por los criterios mundanos de lo inmediato, lo material y vistoso, sino porque hace presente el amor de Dios a todos los hombres y en todas sus dimensiones, y da testimonio de Él, incluso con los gestos más sencillos»[8].
4. Para terminar, me dirijo a los padres, hermanos, y amigos de los ordenandos. Me alegro con vosotros por esta señal de predilección que Dios ha manifestado a vuestros seres queridos; al mismo tiempo, os recuerdo que debéis —debemos— rezar por ellos y por todos los candidatos al sacerdocio.
Recemos también por el Papa, por el Cardenal Vicario de Roma, por todos los obispos y sacerdotes de la Iglesia, para que seamos dignos de la gracia que Dios nos ha otorgado para el bien de la humanidad.
Y no olvidemos el gratísimo deber de pedir a la Trinidad que envíe seminaristas a todas las Diócesis; hombres decididos a llevar la alegría y la paz del Cielo hasta los ángulos más remotos del mundo.
Lo hacemos recurriendo a la intercesión de la Virgen, de San José, de San Josemaría y de todos los santos, en este mes en el que la Iglesia los honra con un recuerdo especial. Así sea.
[1] Benedicto XVI, Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 22-II-2007, n. 35.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1570.
[3] Ibid.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 94.
[5] Cfr. Hch 6, 1-6.
[6] Benedicto XVI, Litt. enc. Deus Caritas est, 25-XII-2005, n. 22.
[7] Cfr. Tertuliano, Apologético 39.
[8] Benedicto XVI, Homilía en la catedral de Santiago de Compostela, 6-XI-2010.
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Los diáconos proceden de quince países diferentes y son:
Paolo Calzona (Italia)
Isidro Miguel Fontenla (España)
Enrique Alonso de Velasco (Holanda)
Benito Agustín Calahorra (España)
Alfonso Romero Corral (España)
Francisco Martín Vivas (España)
Gonzalo Otero (España)
José Manuel Giménez Amaya (España)
José Manuel de Lasala (España)
Alberto Barbés (España)
Vicente Guzmán (España)
Ferran Canet (España)
Piero Vavassori (Italia)
Manuel José Martínez (España)
Damien Peter Lim Guan Heng (Singapur)
Pablo Mones Cazón (Argentina)
Francisco Javier Insa (España)
Juan López Agúndez (España)
Alejandro Macía Nieto (Colombia)
Anthony Kenechukwu Odoh (Nigeria)
John Richard Grieco (Estados Unidos)
Thierry Sol (Francia)
Robert Weber (Austria)
Josepmaria Quintana (España)
Francisco Contreras Chicote (España)
Fabiano Dourado Guedes (Brasil)
Juan Pablo Lira (México)
Juan Manuel Carranza (Argentina)
Christian Mendoza Ovando (México)
Federico Guillermo Ruiz López (El Salvador)
Michał Twarkowski (Polonia)
Lucas Buch (España)
Joseph Thomas (Estados Unidos)
Ivan Kanyike Mukalazi (Uganda)
La ceremonia de ordenación presbiteral será en mayo.
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