Quienes hemos tenido la fortuna de conocer personalmente a San Josemaría Escrivá de Balaguer, sabemos que el amor a la libertad constituye uno de los rasgos característicos de su temple humano. Le desagradaba la homogeneidad impuesta y consideraba la diferencia en los comportamientos como un valor positivo. Apostaba por la originalidad espontánea, mientras sospechaba de la uniformidad. Confiaba más en las iniciativas y decisiones de las personas que en la exacta disposición de las estructuras. No le gustaban los formalismos protocolarios; prefería la sencillez de las manifestaciones informales. Por eso se encontraba uno tan bien en su compañía: porque su vigorosa personalidad no constreñía a quienes le rodeaban, sino que contribuía a reafirmar los estilos de cada uno y a dilatar los propios ámbitos de expresión. Era como un poderoso catalizador de libertad: la vivía e impulsaba a vivirla.
Su profunda unión con Dios —Señor de la historia— y su fina percepción de los signos de los tiempos, le llevaron a anticiparse a la época que le tocó vivir. Aunque no lo expresaba con estas palabras, se percató de que la innovación de las configuraciones comunitarias se habría de lograr por la vía de la emergencia, no por el camino de la colonización. La colonización es el movimiento que desciende desde las estructuras políticas y económicas al mundo vital: es la capilarización de la burocracia y el desbordamiento del mercantilismo. La emergencia, en cambio, es el libre ascenso de las energías personales e interpersonales desde las solidaridades primarias hasta el foro público. Ante las aceleradas demandas de cambio social, el «método» preferido de Josemaría Escrivá es siempre la personalización. Lo cual equivale, paradójicamente, a prescindir de todo método unívoco y rígido, a apostar decididamente por la comparecencia de la persona y por la fuerza creadora de su libre iniciativa.
Este talante personal y social se refleja en sus actitudes doctrinales. El pensamiento de San Josemaría Escrivá de Balaguer no es ideológico ni tecnocrático, pero tampoco recae en el individualismo. Antepone la vida a la norma y a la teoría. Considera que la libertad no puede hacerse derivar del curso implacable de algún modo de organizar la sociedad o de una manera de pensarla. La libertad es una realidad radical. No surge de las estructuras o de los sistemas: son éstos, más bien, los que han de brotar de ella. Pensar que lo libre pudiera proceder de lo necesario equivaldría a proponer una «generación equívoca». Por eso la libertad no puede ser otorgada por ningún poder humano; no hay que esperar a que nos la concedan o nos la permitan: hay que tomársela de una vez por todas, como él mismo recomendaba.
La libertad se consigue a golpe de libertad: se expande con su propio ejercicio. Cada decisión lograda abre nuevos campos para la elección. Pero, sobre todo, nos hace más libres, porque decidir es siempre decidirse. Va dejando en nosotros el poso de una libertad habitual, articulada por las virtudes morales e intelectuales. Este crecimiento en la capacidad de decidir rectamente es el objetivo esencial de todo proceso de formación, tal como la entiende el Fundador de la Universidad de Navarra. Su innovador lema «educación en la libertad» —que constituye la inspiración de cientos de instituciones docentes en todo el mundo— es mucho más que un consejo alentador y bienintencionado. Presenta una extraordinaria riqueza antropológica. Significa, en primer lugar, que la formación no es un acontecimiento mostrenco, manipulable por la aplicación de procedimientos técnicos. Esto equivaldría al uso de formas, más o menos sofisticadas, de coacción. Y tal imposición puede, si acaso, inducir manierismos, producir estereotipos, transmitir informaciones o destrezas. Pero nunca generará sabiduría, es decir, un saber que sea al mismo tiempo el cultivo de un modo de vida. El modelo de la formación que Escrivá de Balaguer propone no responde al esquema conceptual de la técnica, sino al de la ética. De ahí que el mencionado lema no sólo remita a la ausencia de coacción, a lo que se ha dado en llamar «libertad-de». Se refiere, ante todo, a la «libertad-para»: a la libertad entendida más como proyecto y compromiso que como independencia o desvinculación. No es sólo que haya que respetar la libertad cuando se educa, es que hay que educar la propia libertad como dinamismo originario de la autoconstrucción de la personalidad humana. Usando la terminología antes apuntada, se podría decir que educar no es colonizar la mente de los alumnos: es facilitar la emergencia de su propia alma; es solidarizarse sabiamente con el despliegue de la libertad radical.
Llegados a este punto, conviene deshacer un posible equívoco, a la vez que se apunta al núcleo fundante de esta concepción, que hasta ahora no ha comparecido. El equívoco en cuestión afecta al moderno pensamiento antropocéntrico, cuyo principal hallazgo reside en lo que Hegel llamó la idea europea de libertad. La gran paradoja de la filosofía de los tiempos nuevos consiste en que su descubrimiento teórico y operativo de la libertad radical resulta malogrado porque la libertad humana se piensa de un modo que no responde a la condición humana ni a la naturaleza de la propia libertad. Tal modo inadecuado de pensar queda cifrado en el concepto ilustrado de autonomía. Adviértase que la raíz histórica de esta idea es originariamente cristiana. Frente al necesitarismo fatalista de casi todo el pensamiento griego, romano y árabe, la teología medieval cristiana afirma que el hombre es providentia sui, conductor de sí mismo y, por lo tanto, irreductible al cosmos y superior a él. Pero la modernidad recoge esta noción y la «radicaliza» por vía de aislamiento y de contraposición, es decir, de un modo dialéctico. Dicho brevemente: toma la libertad como origen y la enfrenta con cualquier otro origen; lo cual aboca a la concepción de la libertad como un fundamento que excluye la relevancia de cualquier otra fundación. La tomista providentia sui decae en la spinoziana causa sui, que resulta al cabo insostenible. La libertad se convierte en un a priori radical, en un dato racional sin fundamento: en algo tan extraño como el kantiano factum de la razón pura. Dicho claramente: el hombre es radicalmente libre al precio de estar completamente solo. Algo fundamental se ha omitido, a saber, que el hombre es señor de sí mismo precisamente porque es imagen y semejanza de Dios, que nos ha querido libres al crearnos y nos ha hecho partícipes de su propia Libertad al redimirnos.
Desde luego, la libertad radical según Escrivá de Balaguer no es la crispada autonomía moderna, cuyo interior vacío produce una implosión antropológica que desemboca pronto en el nihilismo. Tampoco es una componenda entre la contemporánea radicalización de la subjetividad y la clásica metafísica del orden y de la esencia. Es una superación intensiva —no dialéctica— que consiste en pensar la libertad de una manera más radical aún. Arraigada netamente en la tradición agustiniana y tomista, no retrocede ante el desafío antropocéntrico moderno, sino que denuncia sus insuficiencias justo al desarrollar sus ignoradas potencialidades. Para llevar a cabo tal hazaña del espíritu —que ha abierto un nuevo camino de vida a miles de personas en los cinco continentes— no basta una inteligencia preclara: se precisa una vivísima fe. Es la vivencia lúcida y creciente de la fe de Cristo la que permite al Santo Escrivá de Balaguer cortar el nudo gordiano del problema de la libertad, traspasar las paredes de sus laberintos, y dar con una salida luminosa que incita a renovadas exploraciones.
El emblema de esta fulguración se encuentra en el mismo título de una Homilía, pronunciada el 10 de abril de 1956, y recogida después en el volumen Amigos de Dios. El título en cuestión reza así: La libertad, don de Dios. No estamos, pues, ante una especulación desencarnada y parasitaria. Estamos ante una reflexión teológica cuyo realismo viene exigido por el afán apostólico de un sacerdote santo que sólo quería hablar de Dios y que, para ello, no cesaba de hablar con Dios. Y es precisamente este horizonte teológico, este insertarse vitalmente en la economía de la Redención, el que permite comprender la libertad con una radicalidad y una amplitud que están a la altura del origen divino y del destino eterno de ese ser que cada uno somos: un ser que —recordemos a San Agustín— es capax Dei, capax universi. La envergadura del hombre, la hondura de su misterio, sólo se vislumbra cuando su libertad se comprende como un regalo de la Libertad divina. No hay mayor radicalidad, aunque nuestra mirada quede casi ciega ante tanta luz. Porque, si nos retiramos orgullosos ante la penumbra de la fe, si optamos por cerrar los ojos a la perspectiva sobrenatural que nos abarca y nos supera, sobreviene la superficialidad de quien todo lo reduce a las dos dimensiones de su trivialidad solitaria[1].
En el instante que señala la plenitud de los tiempos, lo que hallamos es el decisivo acto de una perfecta criatura humana cuya libertad acepta la delicada invitación de la elección divina. Es el fíat de Santa María[2], el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios[3]. La libertad de la Virgen Madre constituye el modelo y la culminación de toda humana libertad, el origen de nuestra definitiva liberación, ya que, al dar su firme respuesta, el Verbo se hace carne: la libertad misma acoge y afirma nuestra vacilante y limitada libertad.
En todos los misterios de nuestra fe católica —señala Escrivá de Balaguer— aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento[4], que es justamente el cumplimiento de la voluntad divina[5]. La libertad humana no puede ser un aislado a priori, porque no constituye su propio fundamento. La Libertad de Dios funda la nuestra. Ahora bien, tal fundación no aminora la humana libertad, sino que la potencia hasta el punto de que la sitúa en una tesitura dialógica que permite al hombre ser conductor de su existencia, cuando acepta su propia libertad como don de Dios. En este diálogo divino, es el Señor quien toma la iniciativa: El nos amó primero[6]. Unicamente respecto a El adquiere la libertad humana toda su radicalidad. Lo cual en modo alguno resta importancia a nuestras ordinarias decisiones terrenas. Este mundo no es como un gran teatro en el que sombras de aspecto humano representaran una comedia cuya única realidad vendría dada por el desenlace final del drama. No: somos genuinos actores de nuestra existencia. Como dice San Josemaría en su Homilía Las riquezas de la fe, Dios, al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones de incertidumbre. Es la diaria experiencia, mediada por aciertos y errores, de empeñarse en vivir a la altura de nuestra condición, es decir, libremente.
La existencia ordinaria, la vida corriente de cada uno de nosotros, adquiere así una extraordinaria seriedad, porque lo humano se empapa de valor divino. En la Homilía que el Fundador de la Universidad de Navarra pronunció en nuestro campus, el 8 de octubre de 1967, se diseñan vigorosamente las configuraciones de este peso de eternidad que todo lo temporal adquiere cuando la libertad se ejerce radicalmente: Cuando un cristiano desempeña con amor la más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...[7] Donde el pensamiento racionalista sólo veía contraposiciones dialécticas, el realismo teológico —el materialismo cristiano— de Escrivá de Balaguer descubre una sencilla y fuerte unidad de vida, que reconcilia al hombre con Dios, con el mundo y con sus semejantes.
Tampoco acepta Josemaría Escrivá el enfrentamiento entre libertad y entrega. Una entrega sin libertad equivaldría a un servilismo infrahumano. Una libertad sin entrega sería ilusoria y quedaría truncada; es más, se convertiría en sometimiento al propio capricho, a las influencias de los demás o a las fuerzas sociales dominantes. La libertad como mera independencia, como ruptura de vínculos, se resuelve en veleidad. Cuando no estamos bien arraigados al suelo que nos sustenta y nutre, quedamos a merced del viento que nos agita. Nada más falso —dice Escrivá de Balaguer— que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad[8]. Reflexionemos sobre este breve texto, porque en él encontramos una buena síntesis de la concepción que estamos examinando. Por una parte, se subraya que esa libertad nuestra, recibida como don de Dios, se hace a su vez donal, se ofrece como regalo a otras libertades sin las cuales ni siquiera podría existir. Mas, por otra, queda bien claro el carácter originario de la libertad, de la que deriva la propia entrega. Cornelio Fabro ha advertido la innovación que esta postura supone tanto respecto del pensamiento moderno como respecto de la doctrina tradicional: Hombre nuevo para los tiempos nuevos de la Iglesia del futuro, Josemaría Escrivá de Balaguer ha aferrado por una especie de connaturalidad —y también, sin duda, por luz sobrenatural— la noción originaria de libertad cristiana. Inmerso en el anuncio evangélico de la libertad entendida como liberación de la esclavitud del pecado, confía en el creyente en Cristo y, después de siglos de espiritualidades cristianas basadas en la prioridad de la obediencia, invierte la situación y hace de la obediencia una actitud y consecuencia de la libertad, como un fruto de su flor o, más profundamente, de su raíz[9]. La obediencia de la fe es más que una virtud humana junto a otras. Remite a una esencial actitud del cristiano, quien, por serlo, sabe que no se puede salvar a sí mismo, sino que ha de ser salvado por Cristo. Es la actitud de abandono y esperanza, diametralmente opuesta a la suficiencia de la autonomía antropocéntrica. Pero, a la vez, esa entrega de uno mismo al Señor que libera sólo puede brotar de una libertad personal e insustituible. Aparece aquí un rasgo fundamental de la espiritualidad del Opus Dei, sin el cual esta conciliación de libertad y obediencia sería existencialmente inviable. Se trata del sentido de la filiación divina, manifestación del misterio de la misericordia infinita del Señor, en cuyas honduras se adentró San Josemaría hasta alcanzar cumbres de vivencia mística a las que apenas soy capaz de aludir. Si confiamos en nuestra propia libertad, es porque Dios nuestro Padre se fía plenamente de nosotros. Nuestra libertad se sabe injertada en la Libertad divina, lo cual nos proporciona la arriesgada seguridad del hijo que quiere agradar a su Padre, aunque sea consciente de que también es capaz de ofenderle. En definitiva, la esperanza puede más que el temor, porque Su fuerza es mayor que nuestra debilidad. Por tanto, debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural[10]. Como ha escrito Leonardo Polo, a propósito del concepto de vida en Monseñor Escrivá de Balaguer, la libertad se encuadra propiamente en la unidad vital donalmente fundada. Por la libertad el don divino se hace desde nosotros, por decirlo así, reversible: sin libertad no podemos corresponder; entregarse a Dios es reduplicativamente libre: damos libremente la libertad que se nos ha dado. Es claro que la reversibilidad aludida detiene sin más el proceso in infinitum que es la llamada reflexión trascendental y que sólo por el olvido del carácter donal de la libertad se desencadena ese proceso. Con otras palabras, ser hijos de Dios implica la desaparición del problema del a priori subjetivo. El planteamiento adecuado de la cuestión de la persona humana, central para la Antropología, arranca del valor donal de la libertad, que es tan de cada uno como personas somos[11]. (…)
Al llevar a cabo sus tareas profesionales y sociales, los laicos cristianos han de gozar de soltura de movimientos, ya que las indicaciones del Magisterio, y en especial la Doctrina Social de la Iglesia, son más acicate que barrera. Nuestra fe no es una carga, ni una limitación. ¡Qué pobre idea de la verdad cristiana manifestaría quien razonase así! Al decidirnos por Dios, no perdemos nada, lo ganamos todo[12]. No hay oposición alguna entre libre albedrío y fidelidad, porque la lealtad a los valores y a los principios es precisamente la constancia, la firmeza de la libertad. El empuje que conduce a no reservarse nada, el ejercicio sin tasa de la fidelidad, triunfa sobre el transcurso del tiempo porque surge renovadamente del ser personal, que es entonces donación. Darse confiere a la energía del hombre su propio ganarse y su productividad más alta. Para aquéllos que aceptan tal donación, su influjo constituye un regalo y, a la vez, una clara interpelación, esto es, un ejemplo a seguir[13]. La fidelidad es incremento persistente de una libertad que —al insistir en su propia radicación— se expande hacia empeños que estén a la altura de la dignidad humana. Por el contrario, una libertad infiel se astilla en comienzos equívocos, pierde la memoria de sí misma, se reduce a su propia ensoñación. La libertad como inmediata espontaneidad es una sucesión de proyectos inconexos y truncados: pierde la unidad global de la vida, su capacidad de ser narrada con sentido, que constituye un bien esencial de la persona.
En la concepción de Josemaría Escrivá, la libertad es inseparable de la verdad, y va por lo tanto íntimamente unida a la responsabilidad[14]. Porque la responsabilidad es la adecuación de la libertad consigo misma y, por lo tanto, la coherencia con las finalidades que ha hecho propias. No pechar con la personal responsabilidad, transferirla a otros, equivale a cancelar la memoria de la propia libertad. El ejercicio arbitrario de la voluntad de olvido agrieta al propio yo, como se advierte trágicamente en la genealogía nietzscheana. Yo podría decidir orgullosamente no haber hecho lo que hecho[15]. Pero entonces me cierro a la posibilidad de ser rehabilitado por un Dios que perdona, en quien San Josemaría veía la máxima expresión de la misericordia y del poder divinos. La acogida del perdón nos libera de la insoportable carga que los efectos perversos del ejercicio de una libertad inclinada al mal va acumulando sobre nuestras espaldas. Pero ello presupone el reconocimiento de la propia culpa, la gallardía de una libertad madura que es capaz de arrepentirse, es decir, de recordarse a sí misma como insuficiente y de rectificarse. Tal es la expresión más lograda de la humana autonomía. (…)
La libertad radical se proyecta en capacidad de iniciativa social. Yo no me considero libre sólo con que se respete el cerco de mi intimidad. Ello equivaldría a reducir la libertad a un esclerótico muñón, como diría Millán-Puelles. Porque soy libre en plenitud, tengo derecho a irrumpir con mis proyectos en el escenario público y a concertar mi libertad con las de otros ciudadanos, para configurar empresas que respondan a nuestras convicciones y sirvan al bien común. Escrivá de Balaguer denunció vigorosamente el encogimiento de tantos católicos que se limitan a vivir su fe en el ámbito privado, dejando el encaminamiento de los asuntos culturales y políticos en manos no siempre fiables. El núcleo de su mensaje —la santificación del trabajo— no se limita en modo alguno a propugnar la conjunción de la piedad personal con el ejercicio de la propia profesión. El Opus Dei no es un fenómeno devocional. Es un fenómeno teológico de gran envergadura que inserta la promoción del bien social en la economía de la Redención. No trata de incitar a la libertad para que se curve sobre sí misma en un menguado pietismo: la lanza a las grandes tareas de la vida en común, para propagar el Reino de manera efectiva, para poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. Y precisamente la presencia radical de la libertad en el origen personal de todos estos empeños solidarios es la que impide, de entrada, toda confusión de este ideal con el programa tradicionalista de una Cristiandad dominante por vía de imposición. Su esencial pluralismo y su intrínseco respeto a la libertad de las conciencias[16] lo separan de cualquier «fundamentalismo». Aquí el único Fundamento definitivo es Cristo, y donde está Cristo allí está la libertad. La libertad con la que Cristo nos ha liberado[17] no llega por la vía de la violencia, sino de la mano del Amor.
El Amor que libera es, inseparablemente, un amor que ata. Por amor a la libertad, nos atamos[18]. Es un yugo ligero, voluntariamente cargado, que aligera el peso de los demás. Sólo la teología de la Cruz nos ayuda a penetrar en esta paradoja de la libertad que libremente se entrega por Amor. La «locura» de la Cruz señala la cumbre de una sabiduría que ya es más que humana. El claroscuro de la fe es más luminoso que nuestras ilustradas luces.
El misterio de la libertad comienza a esclarecerse desde las existencias que responden heroicamente a esa maravillosa dádiva humana[19]. Los santos son los hombres más libres que han pisado esta tierra. Y esto es algo que, desde el pasado 17 de mayo, presenta una especialísima actualidad para todos los que trabajamos en la Universidad de Navarra. Así lo subrayaba recientemente nuestro Gran Canciller: iEl Señor ha llamado como fundador y guía del lugar en el que desarrolláis la tarea a un santo! iQué responsabilidad la vuestra, hijos, y a la vez, qué seguridad![20] En San Josemaría, la Universidad de Navarra ha tenido la incomparable fortuna de encontrar un maestro de libertad. A nosotros podemos considerar dirigidas estas palabras por él pronunciadas en 1970: Algunos de los que me escucháis me conocéis desde muchos años atrás. Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante[21]. Valorar ese don precioso en una Universidad implica trabajar sin descanso, buscar la verdad sin condicionamientos ni temores, respetar las legítimas opiniones de todos, fomentar el pluralismo amando la unidad, ser promotores de un diálogo abierto a cualquier aportación noble, servir a la sociedad con valiente iniciativa y con sacrificio personal.
De todo ello nos dio testimonio el Fundador y primer Gran Canciller de la Universidad de Navarra. Nos lo enseñó, no con las palabras habladas de la elucubración, sino con las palabras que hablan a través de una vida que la Iglesia nos presenta ahora como ejemplo. Nos lo enseñó sin pretensiones, con sencillez, con alegría y buen humor. Ante un grupo de estudiantes, manifestó una vez su admiración por los románticos del siglo pasado: Tenían toda una ilusión romántica, se sacrificaban y luchaban por alcanzar esa democracia con la que soñaban, y una libertad personal con responsabilidad personal.
Así hay que amar la libertad: con responsabilidad personal (...). Pienso que soy el último romántico, porque amo la libertad personal de todos —la de los no católicos también— (...). Amo la libertad de los demás, la vuestra, la del que pasa ahora mismo por la calle, porque si no la amara, no podría defender la mía. Pero ésa no es la razón principal. La razón principal es otra: que Cristo murió en la Cruz para darnos la libertad, para que nos quedáramos in libertatem gloriae filiorum Dei [22]. Nuestra fidelidad a sus enseñanzas es el mejor homenaje a quien demostró, con su libertad heroica, que amaba entrañablemente a esta Universidad.
Alejandro Llano
Texto procedente del artículo "La libertad radical" publicado en "Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad", Eunsa, Pamplona 1993. El autor era Rector de la Universidad de Navarra al momento de su publicación.
[9] C. Fabro, “El primado existencial de la libertad”, en Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, EUNSA, 2ª edición, Pamplona 1985, p. 350.
[11] L. Polo, “El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer”, en Anuario Filosófico, XVIII/2, 1985, p. 14.
[15] A. MACINTYRE, Three Rival Versions of Moral Enquiry. University of Notre Dame Press, Notre Dame (In), 1990, p. 211.
[20] Homilía pronunciada por Monseñor Alvaro del Portillo en la solemne Dedicación del altar del Oratorio mayor de la Clínica Universitaria, Pamplona, 14-XII-92.
[22] Cfr. SALVADOR BERNAL, Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Rialp, 6ª ed., Madrid, 1980, p. 272.
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