Dr. Melendo |
Interesantes reflexiones sobre la contracepción efectuadas por uno de los mejores especialistas de la actualidad, padre de familia numerosa
De acuerdo con el
plan que me tracé desde el principio, y al que aludí
en los artículos iniciales, analizaré a partir de
ahora:
1) las conexiones entre
felicidad, amor y contracepción, por un lado,
2) y entre la continencia
periódica y el posible crecimiento del amor
conyugal, por otro;
3) por fin, intentaré poner
de manifiesto la abismal diferencia antropológica
que separa el uso de contraceptivos y la auténtica y
justificada Planificación familiar natural.
Tal vez lo que se contiene en
estos párrafos sea lo más importante de cuanto me
queda por exponer. A saber, que:
Al tratar sobre todo de los
contraceptivos, en ningún momento pretendo
establecer un juicio moral sobre las personas
concretas que puedan hacer, o ya están haciendo, o
hayan hecho en algún momento, uso de ellos.
Por honradez intelectual y
humana, y teniendo en cuenta antes que nada la
felicidad del lector, expongo con plena sinceridad
lo que, tras larga y pausada reflexión, pienso de
estos asuntos, así como su calificación moral.
Pero, repito, sin juzgar ni
descalificar a nadie —¿quién sería, para hacerlo?—,
sino con la sola pretensión de que, si lo estiman
conveniente, acomoden su conducta a unos criterios
de los que, sin duda, se derivará, para cada uno,
mayor plenitud y dicha.
1. Amor y
felicidad en el matrimonio
a) A vueltas con la moral
Por desgracia, el difundido uso
de contraceptivos en nuestra sociedad suele no
despertar ya ninguna extrañeza. Lo que sí sigue
produciendo asombro —o, al menos, en mí lo genera—
es la afirmación, nada infrecuente, de personas que
reconocen que la ingesta de tales fármacos «está
mal» desde el punto de vista ético, pero aseguran a
continuación que eso «no les importa en absoluto».
· Más
que desconcierto ante el hecho mismo, lo que
maravilla es la ignorancia que parecen poner
de manifiesto quienes así opinan.
Ignorancia… ¿de qué? Casi diría
que de todo o, al menos, de lo más fundamental: de
lo que es la vida humana, de nuestro destino último,
del bien y del mal, de ellas mismas.
Solo se es capaz de medio
comprender semejante actitud si se atiende a un
planteamiento erróneo, pero muy generalizado en
buena parte de la cultura occidental.
Se trata de esa perspectiva que
reduce toda la ética cristiana a las dos
afirmaciones siguientes: si te portas bien durante
esta vida, recibirás —¡después!— un premio
imperecedero; si te conduces mal en este mundo,
obtendrás —¡también después!— un castigo eterno.
Vistas así las cosas, con esta
mirada un tanto empobrecida, se acierta a comprender
que quienes se niegan a concebir más hijos pudiendo
sin embargo recibirlos, razonen implícitamente:
«Prefiero la felicidad presente, producida
por la ausencia de "cargas" que los hijos llevan
consigo, a una existencia desdichada y repleta de
preocupaciones; y esto, aun a costa de ese castigo
futuro, que, precisamente por su carácter
venidero, ahora mismo apenas si me afecta».
¡Tremendo error de cálculo!,
cabría decir con una mente un tanto más lúcida, por
más generosa. Pero error de cálculo —simple error
de cálculo, al fin y al cabo—, si se admite ese
modo de entender la ética… y la antropología y la
metafísica.
Evidentemente, la moral cristiana
es algo muy distinto. Reducida también a su
expresión fundamental, que comparte con la moral
natural más genuina, vendría a sostener
lo que sigue:
+ si obras mal te estás
haciendo, ya en el mismo instante en que actúas,
malo;
+ si, por el contrario, te
comportas como debes, te vas tornando,
también desde ese mismo momento, bueno.
Se trataría, como sostiene Carlos
Cardona, de hacer ver a la gente, comenzando por
nosotros mismos, «…el porqué de la bondad o de la
maldad ética de un acto determinado. Hacerle
comprender que la ética es objetiva y no arbitraria.
Ayudarle a que entienda no ya lo que le pasará
después, al final, sino lo que le está pasando ya,
cuando hace el bien o cuando hace el mal. El hombre
bueno, que hace el bien, se está haciendo más bueno
cuando hace el bien: va adquiriendo hábitos,
capacidades, virtualidad, se está convirtiendo en un
hombre íntegro, en una auténtica "buena persona" (en
el buen sentido de la palabra, diría Machado).
Más allá del premio y del castigo
—temporal o eterno— hay que hablar del bien y del
mal, como bueno o malo en sí mismo».
· El
que tal modo de expresarse resulte muy poco
significativo para casi la generalidad de nuestros
conciudadanos, revela hasta qué punto una especie de
subjetivismo hedonista y pragmático, con su elevada
proporción de relativismo, ha hecho presa en la
mente de quienes nos rodean.
Traduzcamos, pues, nuestras
afirmaciones con palabras un tanto más adecuadas a
la mentalidad moderna:
+ al obrar bien «te realizas»
como persona, creces en humanidad, te conviertes en
un hombre más íntegro;
+ al actuar contra la ley moral,
por el contrario, introduces una contrahechura en lo
más íntimo de tu ser, te destruyes como persona, te
des-haces.
·
Supongamos que todo esto, todavía, resulte
irrelevante. Habría que intentar entonces una nueva
versión, capaz de «decirle algo» al hombre de hoy,
tan obsesivamente preocupado por el bienestar y el
placer:
+ solo si obras bien te
perfeccionas, y solo si te transformas en una
persona mejor podrás ser feliz;
+ y a la inversa: el varón y la
mujer que se des-hacen a sí mismos, caminan
derechamente, ya en esta vida y a bastante buen
paso, hacia la infelicidad.
¿Se entiende ahora por qué
afirmaba que solo la ignorancia puede conducir a
alguien a sostener que el estar obrando mal
no le importa en absoluto? ¡Tremenda inconsciencia
superficial! Porque esa situación degradada y
degradante lleva por fuerza consigo la desventura; y
nadie dotado de un mínimo de sinceridad podría
asegurar que le importa poco o nada el ser dichoso:
todos deseamos ardientemente, de manera natural,
inevitable y constitutiva, encontrar la felicidad.
Solo que, como tantos otros hoy
día, quienes razonan así en referencia con los
anticonceptivos desconocen en buena medida los
«mecanismos» que les permitirían ser felices; y,
mientras creen poner los medios para alcanzar la
dicha en esta vida, se encaminan derechamente, a
causa de esos mismos instrumentos —el uso de
contraceptivos, entre otros—, hacia la infelicidad
más segura.
¿Resulta lícito —¡y humano!— que
me quede indiferente ante semejante situación?
b) La felicidad conyugal
Pero ¿por qué me atrevo a
sostener, tan tajantemente, que el empleo de
anticonceptivos conduce tarde o temprano —y, en
ocasiones, más bien temprano— a la desventura? Por
una razón muy sencilla, a la par que profunda y
definitiva:
Porque la utilización de esos
métodos atenta indefectiblemente contra el amor; y
solo el amor engendra, como resultado no perseguido,
la felicidad.
Se trata de algo que ya sabemos y
que solo exige ahora un pequeño recordatorio.
Lógicamente, al hablar de «mecanismos» de la
felicidad empleo una expresión figurada y, en cierto
sentido, casi contradictoria: no hay, propiamente,
«mecanismos» que aseguren la dicha. Esta es
consecuencia de una «vida lograda», de una
existencia plenamente humana, íntegra.
Con todo, sí que existen unas a
modo de «leyes» que determinan la consecución de la
felicidad.
Podrían reducirse a dos: una
negativa y otra positiva.
+ La primera sostiene que la
felicidad nunca se logrará cuando se camine
explícita y directamente en pos de ella, que la
felicidad solo se consigue cuando no se la
persigue.
Lo vimos en su momento: nunca
conquistaremos la dicha definitiva si hacemos de su
logro el objetivo inmediato y directo de nuestros
esfuerzos. La felicidad-dicha es siempre un
corolario, algo añadido que se nos otorga como
«premio» y, en ese sentido, incluye siempre cierta
razón de «regalo», de dádiva gratuita.
+ Pero premio o regalo, ¿de qué?
La contestación constituiría la segunda «ley» de la
felicidad: retribución de una existencia plenamente
humana, de una «vida lograda», en la que uno se
cumple como persona. Y esa plenitud se alcanza a
través del amor: solo esforzándose en amar cada
vez más y mejor construye el hombre una biografía
que lo va colmando como persona.
Para mostrarlo, y dando por
sabidas otras razones, propongo acudir ahora a la
experiencia ordinaria, observando de nuevo con
Cardona: «Si se le pregunta a una persona —de
cualquier clase o condición, cultivada o no— qué
entiende por un hombre bueno, nos responderá sin
titubear: un hombre bueno es el que hace el bien, o
por lo menos lo desea, lo procura y si puede lo
hace. Y si insistimos: pero el que hace el bien a
quién, ¿a sí mismo o a los demás?, la respuesta será
siempre: a los demás; porque el que solo desea,
procura y se hace el bien a sí mismo, será "listo"
[«listillo», diría yo], pero no propiamente bueno.
Seguimos preguntando: ¿y quién es el hombre malo?
Nos responderán: el que desea, procura y si puede
hace el mal. ¿A quién? A los demás; porque el que se
hace el mal a sí mismo, es "tonto", más que malo».
Estoy seguro de que al lector le
quedará la suficiente dosis de perspicacia y de
sentido común para advertir que la expresión «hombre
bueno» es la manera más directa, profunda y eficaz
de denominar lo que, con términos menos sencillos y
realistas, calificamos como persona cabal o
cumplida, persona «autorrealizada», persona
perfecta.
La conclusión también nos suena:
esencial y radicalmente no hemos de querer ser
felices o dichosos, sino buenos; y es así como
además, como una sorprendente consecuencia, nos
advendrá la dicha y la ventura.
Invertir las relaciones, en un
intento desaforado de asegurar el propio bienestar,
sería «pasarse de listo» y abocarse ineludiblemente
a la más cruel de las desventuras. Porque la
felicidad es siempre la consecuencia —¡no
buscada!— de la propia perfección, de la propia
bondad. Y para ser buenos, hay que olvidarse de uno
mismo, incluso de la propia perfección, y querer y
procurar el bien de los demás.
Para ser buenos, perfectos, hay
que aprender a amar. Únicamente entonces, cuando
la desestimemos plenamente, nos sobrevendrá, como un
regalo, como un don inesperado, la felicidad. El
amor, solo el amor, engendra la dicha.
· Un
nuevo paso, antes de entrar directamente en nuestro
tema. Se trata de algo casi obvio; de acoger la
verdad de la ecuación que ahora propongo, y que
representa la clave de estos últimos escritos:
«El amor es a la felicidad lo que
el amor conyugal es a la felicidad conyugal. Así
como el amor hondo, genuino, es condición ineludible
—¡y suficiente!— para engendrar la dicha en
cualquiera de las circunstancias en que transcurre
la existencia humana, un verdadero y profundo afecto
entre los esposos es la causa radical —y de nuevo
suficiente— para generar la felicidad en ese ámbito
tan trascendental de la vida que constituye el
matrimonio».
Si aceptamos estas afirmaciones,
solo queda mostrar que el uso de contraceptivos
se opone a la radicación y al desarrollo de un
auténtico amor entre los cónyuges, y que, en
consecuencia, perturba —o incluso elimina— su
felicidad.
Lo que puede resumirse
contestando a este interrogante: ¿por qué las
acciones anticonceptivas lesionan forzosamente
el afecto que media entre marido y mujer?
2.
Contracepción, «odio» a la vida y amor conyugal
a) La autoridad y los hechos
Voces muy autorizadas han puesto
de relieve en estos últimos tiempos que el uso de
contraceptivos constituye, de por sí, un atentado
contra el amor.
Personalmente, oí hablar de este
asunto por primera vez a un hombre muy de Dios y,
por lo mismo, profundo conocedor del corazón y el
amor humanos; solía emplear una expresión cargada de
fuertes resonancias: «cegar las fuentes de la vida».
Evidentemente, no se trataba de
una mera opinión aislada. Recogía el sentir común
del Magisterio católico de todos los tiempos,
particularmente explícito —por la especial magnitud
que presenta al problema— en el momento presente.
Como botón de muestra, sirvan dos
testimonios de excepción: Pablo VI y Juan Pablo II.
Toda la Encíclica Humanae
vitae apunta a subrayar el estrechísimo vínculo
que liga el uso ordenado de la sexualidad al
engrandecimiento del amor entre los esposos. Así lo
expresa uno de los textos más citados del Documento,
el que alude a «… la inseparable conexión que Dios
ha querido, y que el hombre no debe romper por
iniciativa propia, entre los dos significados del
acto conyugal: el significado unitivo y el
significado procreador».
Bastaría recordar, por una parte,
que el efecto más propio del amor auténtico es la
unión profunda entre quienes se quieren; y, por
otra, que el uso de anticonceptivos elimina la
posible procreación, donde la fusión (en el hijo)
alcanzaría su cenit… para advertir hasta qué punto
el empleo de contraceptivos, por impedir la
auténtica y completa compenetración personal, se
opone también al desarrollo del amor entre los
esposos.
Lo afirma categóricamente Juan
Pablo II, en una frase que, aunque dura, no dudo en
calificar de lapidaria: «La contracepción contradice
la verdad del amor conyugal».
· Pero
si he aducido argumentos de autoridad, era
simplemente para dejar constancia de lo que, al
respecto, sostiene la Iglesia católica. No es esa mi
función, pero lo he considerado conveniente.
Tampoco es propiamente «lo mío»
el aportar datos y estadísticas. Pero asimismo
estimo oportuno proporcionarlos… remontándonos a
aquellos tiempos en que eran significativos, porque
el uso de contraceptivos no estaba tan difundido
como hoy, y podían observarse mejor las diferencias
entre quienes los utilizaban y quienes no.
El núcleo de la comprobación
«experimental» cabe encontrarlo en Relato de una
madre, de Victoria Gillick:
«A lo largo de los últimos años
—escribe la autora—, en el tiempo en que más y más
parejas han estado usando continuamente la
contracepción, el número de divorcios ha crecido
como la espuma».
Más adelante, recuerda las
palabras de Pablo VI, «… cuando advertía que el
fácil control de los nacimientos fomentaría la
infidelidad matrimonial, el indiferentismo de los
hombres y su agresividad sexual».
Y agrega: «… nos guste o no, ahí
está el hecho de que la "infidelidad matrimonial" y
"la conducta irracional" son los dos motivos citados
con más frecuencia en las causas de divorcio en
estos años. En 1986, por ejemplo, casi la mitad de
los divorcios fueron concedidos por el primer
motivo, con 27.000 maridos adúlteros y 19.000
mujeres adúlteras; mientras que la otra mitad de los
divorcios fueron concedidos a 57.000 esposas a causa
del comportamiento irracional de los maridos».
«¿No es muy posible —prosigue—
que haya alguna relación directa o indirecta entre
la contracepción continua y el derrumbamiento del
matrimonio? Después de todo, se ha observado un
aumento rápido de los conflictos matrimoniales en
todos aquellos sitios donde se ha introducido la
contracepción a gran escala, aun en los países
en los que el divorcio no está legalizado. En un
libro excelente y lleno de detalles, publicado en
1985 y titulado La píldora amarga, La Doctora
Ellen Grant señala que un estudio de 1974 del Real
Colegio de Médicos Generales había encontrado ya que
el divorcio era dos veces más frecuentes entre
las usuarias de la píldora».
+ Como es lógico, Gillick
advierte que el espectacular aumento de divorcios en
las últimas décadas responde también a causas
distintas de la contracepción: una generalizada
disminución del «sentido» de la lealtad, una
legislación más permisiva respecto a la disolución
del vínculo, el descrédito de la institución
matrimonial o, incluso, la misma mentalidad
consumista, que tiende a desechar «lo usado».
Todo ello es evidente. Pero en
absoluto disminuye la fuerza de las correlaciones
que acabo de consignar, y que podrían resumirse así:
a mayor uso de medios anticonceptivos, automático
incremento de conflictos, infidelidades, violencia y
separaciones.
Se trata de hechos,
verificables y compulsados. Esto es lo que ha
ocurrido, en Occidente, con la difusión de las
prácticas anticonceptivas.
¿Tenía necesariamente que
suceder?
b) Contra la vida personal
La gravedad de las costumbres
contraceptivas, su inevitable incidencia sobre el
amor y la felicidad conyugales, comienzan a ponerse
de manifiesto al advertir que esas prácticas llevan
consigo un cierto odio o —si se prefiere,
pues, en fin de cuentas, viene a ser
lo mismo— un rechazo más o menos consciente
de la vida.
Se trata, qué duda cabe, de
expresiones fuertes y dolorosas, que lo son más
todavía porque la costumbre casi generalizada lleva
consigo el que la mayoría de las personas no
cuestionen el asunto… y a veces ignoren en qué
consiste, incluso fisiológicamente, la
contracepción.
Por eso pido un tanto de calma y
serenidad, sabiendo que no pongo en juego la
rectitud moral de nadie, sino que más bien me ocupa
el intento de ayudarles a ser más felices.
· Amor
y «odio», por tanto (entendiendo el segundo término
en el sentido no-sentimental ni afectivo, sino
voluntario, que más tarde explicaré).
+ En su momento hablé del amor
como re-creación, como aprobación o confirmación del
ser de lo amado. Y expliqué que el sentir de la
persona realmente enamorada podría resumirse en
expresiones como: «es maravilloso que existas»; «yo
quiero, de manera incondicional y ardentísima, que
existas para siempre»; «me entusiasma, me llena por
completo, el que hayas sido creado o creada».
+ Desde tal perspectiva, amar es
querer que otra persona penetre o permanezca en el
ser; desear, de la manera más radical y eficaz
posible, la vida. Por eso la apertura a los hijos
—con independencia de que vengan o no— constituye la
máxima manifestación de amor conyugal.
· ¿Y
la contracepción?
+ En su misma esencia, o al menos
como un añadido voluntariamente no evitado, la
contracepción es odio, repudio, oposición al
vivir.
Quienes recurren a los métodos
anticonceptivos, y en cuanto recurren a ellos, lo
hacen, justamente, para impedir que una nueva
persona —el hijo «no deseado»— venga a la
existencia.
+ Es cierto que el ejercicio
anticonceptivo daña gravemente la nobleza de las
relaciones sexuales de los cónyuges. Y también que
hoy día es por ahí por donde suele enfocarse el
problema, y con razón, puesto que materialmente se
encuentra siempre ligado al ejercicio de la
sexualidad.
(Solo muy raramente, aunque
estimo que con propiedad, puede hablarse de
anticoncepción o mentalidad anticonceptiva —o
incluso abortiva— cuando no media una relación
sexual entre varón y mujer: sería, por ejemplo, el
caso de los gobiernos que obligan a matar a los
hijos de sexo femenino. Lo normal, por el contrario,
es que los contraceptivos sean utilizados por
personas fértiles que han tenido o desean tener
trato íntimo capaz de dar origen a una nueva vida…
pero rechazan ese «efecto»: el hijo).
En cualquier caso, nada de esto
elimina, al menos desde mi punto de vista, que la
ilicitud de la anticoncepción derive también —y en
cierto modo prioritariamente, aunque no
en la intención expresa de quienes se unen de
esta manera— de su oposición a la vida.
En este sentido, y aunque choque
con nuestros oídos culturalmente modernos, al menos
desde el siglo XIII, la tradición católica ha
establecido una estricta semejanza entre la
contracepción, en cualquiera de sus modos, y el
homicidio, la eliminación intencionada de un
inocente.
Lo cual se ve con nitidez en los
procedimientos «anticonceptivos» que, en realidad,
llevan consigo el aborto… y que cada día son más
numerosos, aunque con frecuencia sus usuarios lo
desconozcan.
En ellos, la voluntad anti-vida
propia de la contracepción se convierte en
exterminio de una persona ya existente: su gravedad
objetiva, por tanto, con independencia de las
intenciones y de la imputabilidad real a quienes lo
practican, es la misma que la del homicidio
voluntario y premeditado.
¿Y en el uso de los medios
contraceptivos que previenen y evitan el surgimiento
de un nuevo ser?
Distingamos.
+ También ahora, el
aborrecimiento de la vida que configura o se une
intrínsecamente a la contracepción resulta
equiparable —¡no igual!— a la eliminación de un
individuo adulto; quienes actúan contraceptivamente
pretenden que no exista esa persona a la que
podrían dar origen con sus relaciones íntimas; y,
desde este punto de vista, la contracepción
«preventiva» sigue siendo comparable —¡nunca
idéntica!— al homicidio voluntario.
+ Pero, en efecto, el recurso a
los contraceptivos de este tipo no suprime una vida
ya existente, sino que impide la instauración
de una nueva; desde esta perspectiva, la situación
del homicida es diferente a la de quienes practican
la contracepción; aunque también da la impresión de
que esa diversidad no basta para eliminar la
gravísima ilicitud de los métodos anticonceptivos;
y, sobre todo, que no es suficiente para
desproveerlos de su negativa incidencia sobre el
amor entre los cónyuges, que es el aspecto que ahora
nos ocupa.
· Para
apreciar este último extremo, centremos de nuevo
nuestra atención en la sublimidad de la persona
humana: un ser destinado a introducirse, por los
siglos de los siglos, en la íntima efusión amorosa
que constituye intrínsecamente a la propia Trinidad:
«alguien delante de Dios y para siempre», por apelar
a la feliz fórmula, ya conocida, que acuñara Cardona
tras las huellas de Kierkegaard.
Y recordemos:
+ A ese «amigo potencial de Dios»
le damos origen poniendo en juego, con un acto capaz
de unir íntimamente a dos personas, los resortes de
nuestra sexualidad.
+ Es esa vida
—participación natural de la Vida eterna del
Absoluto, otorgada desde el preciso instante de la
concepción para perdurar con sus características
singulares y concretas durante toda la eternidad— la
que se origina en la unión conyugal fecunda.
+ Y es esa misma
vida —concreta, individual y eterna: no una mera
posibilidad abstracta— la que negamos al actuar
contraceptivamente.
Puede que las prácticas
contraceptivas disminuyeran si se reflexionara sobre
cuanto acabo de sugerir. Porque, tal como la estamos
viendo, la contracepción no es solo odio a la
vida, así en general, sino rechazo de la existencia
de un ser personal, de un «interlocutor
perenne del amor divino», que, si no entra en la
existencia como fruto de esa concreta unión… jamás
podrá —¡él!— introducirse en ella. De ahí,
obviamente, su ilicitud.
Y de ahí su necesaria incidencia
sobre el amor de los esposos. Recordemos una vez más
las palabras con las que Pieper caracterizaba el
amor como corroboración en el ser, como aprobación
del vivir. ¿Será posible que el amor
conyugal, afirmación de la existencia, arraigue y se
desarrolle junto a una decidida actitud «anti-amorosa»,
de repudio del ser y de la vida?
Podrá objetarse que el
destinatario del amor y el del supuesto odio no son
la misma persona; que a quienes los esposos aman es
al otro cónyuge, mientras que el destinatario de su
presunto odio es la posible persona del hijo.
Respondo en dos momentos.
1) Antes que nada, me resulta
difícil admitir que disposiciones tan radicalmente
contrapuestas —la del amor y la del odio— convivan
pacíficamente en una misma voluntad, sin que la
primera quede «contaminada» por la segunda.
Sería poner entre paréntesis una
verdad metafísica, reiteradamente comprobada y de
una innegable trascendencia práctica: la de la
compacta unidad de la persona humana, a la que ya
dedicamos algo de nuestra atención en este mismo
escrito, y que hemos desarrollado ampliamente en
nuestros trabajos de antropología.
2) Pero es que, además, al
examinar el asunto con un punto de hondura, se
advierte que tampoco es cierto que los destinatarios
de los dos movimientos opuestos de la voluntad sean
en rigor personas tan distintas.
Tras cuanto llevamos visto, no es
difícil comprender que, cuando no se quiere al
futuro hijo, se rechaza también, en cierto modo, a
la persona del cónyuge… y a la propia persona: si no
de forma absoluta, al menos de manera parcial, pero
eficaz.
¿Cómo advertirlo?
c) Suicidio y homicidio
«limitados»
Considerando de nuevo, de forma
sucinta, la naturaleza del amor. Explicaba en su
momento que cabe «desplegar» el amor en tres
elementos constitutivos: 1) la confirmación en el
ser de la persona querida; 2) la búsqueda de su
plenitud; y 3) la propia entrega.
Quien ama no solo desea que el
objeto de sus amores viva, sino que pretende, en el
mejor sentido de la expresión, que «viva bien», que
alcance la perfección; y se pone por entero al
servicio del ser querido para que conquiste ese
acabamiento terminal. La inaugural aprobación no
basta: no hay verdadero amor si no se busca
eficazmente la plenitud de la persona querida
mediante la entrega del propio ser.
El amor conyugal no constituye
una excepción a estas reglas. También en él la
búsqueda del bien para el amado se articula en los
tres pasos indisolubles de confirmación del ser
querido, ansias de que logre su perfección y
donación amorosa de la propia realidad, incluido el
cuerpo y su capacidad procreadora.
Con lo que empieza a intuirse
hasta qué punto, cuando se obra contraceptivamente,
se lesiona el mutuo amor, al eliminar el bien más
específico de la comunidad conyugal: el hijo.
Porque ¿acaso no es la persona
del hijo el más radical valor que podemos desear
para nuestro cónyuge?; ¿no es un nuevo ser personal
el bien de mayor calibre que podemos ofrendar a otra
persona y, por decirlo así, ofrecer para su propio
perfeccionamiento a nuestro mismo ser?
Pues la contracepción niega,
drásticamente, esa múltiple posibilidad de progreso.
Rechaza de modo parcial el propio
ser, en cuanto este tiende a la plenitud, así como
el ser del cónyuge. Y, desde este punto de vista,
hablando un tanto figuradamente con el fin de dar
más fuerza a las expresiones, comete un «homicidio»
y un «suicidio», aunque incompletos.
En un trabajo conjunto, Grisez,
Boyle, Finnis y May lo expresan con claridad, aunque
tal vez también con demasiada crudeza y un leve
tinte de metáfora; al ejercer la contracepción
—afirman—, los esposos incurren, de común acuerdo,
en la grave falta del «… suicidio limitado: deciden
eliminar su propia vida, en el momento en que están
a punto de transmitirla, cuando una nueva vida
podría surgir».
Odio cuasi homicida hacia el
hijo, odio cuasi homicida hacia el cónyuge, odio
cuasi suicida hacia sí mismo. ¿Se entiende ahora por
qué la contracepción tiene que dañar
ineludiblemente el amor entre los esposos? ¿O
acaso pueden coexistir, en convivencia pacífica, el
amor y el odio?
·
Llegados a este extremo, estimo preciso volver a
dejar claro que, con las presentes afirmaciones, no
he pretendido herir los sentimientos de quienes, por
una causa u otra, practican la contracepción. Pero
ahora puedo aportar ciertas razones esclarecedoras.
+ Nada de lo que he dicho se
sitúa en el nivel de la afectividad.
- Lo que está en juego, es un
conjunto de verdades dirigidas a la inteligencia,
y que pueden ser aceptadas o rechazadas también
por influjo de la voluntad.
- Y, en concreto, al hablar de
amor y odio, es a la voluntad a la que directa y
exclusivamente estoy apelando, ya que solo los actos
voluntarios, libres, son significativos éticamente:
solo ellos determinan el bien o el mal.
No se trata siquiera de sugerir
que quienes practican la contracepción estén
desprovistos de motivos para no desear la venida al
mundo de un nuevo hijo. Tampoco pretendo que
semejantes razones carezcan de peso específico y se
reduzcan simplemente a la comodidad, el egoísmo o la
búsqueda del bienestar. Igualmente, no supongo en
absoluto que, si las circunstancias cambiaran, la
prole seguiría sin ser gozosamente acogida. Y, sobre
todo, lejos de mí dar por supuesta una especie de
inquina emocional, de sentimiento
agresivo, contra el hijo no deseado.
Las presentes reflexiones se
dirigen a la inteligencia. Por tanto, utilizan las
palabras en su acepción más propia. Y, en su
significado más estrictamente humano, amor es, en su
esencia, el movimiento de la voluntad que
quiere el bien para otro, y odio es, en su sustancia
más íntima, el impulso contrario —¡también de la
voluntad!— que lleva a querer su mal. Y como el
bien fundamental es el ser, sin el que ningún otro
bien resulta posible, amar es corroborar en el ser,
y odiar, en sentido estricto, es excluir de la
existencia a la persona no grata: con la voluntad y
con los hechos… pero no necesariamente con la
afectividad.
· Amor
y odio no están por fuerza relacionados con los
sentimientos, y a veces incluso se contraponen a
ellos.
+ Con relativa o total
independencia de lo que sintamos, el
amor y el odio, como actos de la voluntad, se
manifiestan primordialmente en intenciones,
decisiones y acción.
- Y como los esposos
contraceptivos deciden impedir la
instauración en el ser de la posible prole,
- y como la impiden de hecho
mediante el ejercicio activo de los distintos
procedimientos de contracepción,
- lo que los mueve es, en
correcto castellano, odio a la nueva vida…
- incompatible con un auténtico
amor conyugal.
+ Todo ello, al margen de sus
sentimientos.
3. Amor
contra-ceptivo, amor contra-dictorio
a) Las relaciones contraceptivas
Al disponerme a embocar este
nuevo tramo, quisiera recordar algo bastante sabido:
para que el ejercicio de la sexualidad dentro del
matrimonio favorezca el amor conyugal resulta
imprescindible que el trato corporal íntimo sea, a
su vez, expresión de un amor hondo, personal y
genuino.
Por el contrario, la mera
relación sexual, desligada de toda actitud
profundamente amorosa, no solo no incrementa el amor
entre los interesados, sino que puede incluso llegar
a hacer imposible el mismo ejercicio acabado del
sexo.
Un ejemplo sencillo podría quizás
esclarecer el asunto. En la misma medida en que
incorpora a su ámbito pequeñas ramas y hojarasca, un
fuego incrementa su vigor y su potencia íntima, se
afirma en su propia condición de llama, se conserva
y acrecienta.
Pero con una condición: que las
realidades introducidas en su radio operativo sean
efectivamente combustibles, de modo que la
naturaleza de la lumbre pueda «expresarse» —si se me
permite la metáfora— haciendo presa en ellas y
conformándolas a su estructura ígnea.
En caso contrario, si la fogata
no logra asumir realmente esos materiales —por ser
radicalmente incombustibles, pongo por caso—, e
informarlos con su propia esencia, la acumulación de
substancias producirá el efecto contrario: hará
languidecer el fuego original, hasta llegar a
extinguirlo.
En resumen: para que reviertan en
una mejora del amor espiritual y afectivo y en la
felicidad de los cónyuges, las relaciones
matrimoniales tienen que ser exteriorización
auténtica de un amor auténtico.
¿Cuándo cumplen con esta
condición?
La mejor antropología de todos
los tiempos enseña insistentemente que la mera
satisfacción del impulso sexual no constituye, por
sí misma, factor de perfeccionamiento de la persona
humana: ni fuera… ¡ni dentro del matrimonio!
Ciertamente, una unión conyugal
realizada en conformidad con la naturaleza, llevada
a conclusión, y no desprovista voluntariamente de su
virtualidad procreadora, resulta lícita. También
cuando el móvil subjetivo fuera la simple
satisfacción del deseo, siempre que no
elimine positivamente los otros elementos.
Pero la pura legitimidad de una
acción no asegura, ni mucho menos, su vigor
perfectivo. No todo lo lícito es
antropológicamente bueno, perfeccionador.
Las relaciones íntimas serán
buenas en la misma medida en que se
«integren» en el matrimonio —que es el ámbito donde
resultan legítimas y perfectivas—, sirviendo a
sus fines radicales.
Por tanto, en cuanto favorezcan
la recíproca fidelidad amorosa, se abran a la
recepción de los hijos y manifiesten y realicen la
comunión mutua.
Pero ¿cómo podemos saber, en la
vida diaria, que determinada unión física expresa
efectivamente el amor personal de los esposos?
Recordando que el tercer momento
constitutivo del amor, el que resume en sí y otorga
su perfección definitiva a los anteriores, es la
entrega: el obsequio del ser, de la persona…
completos.
De acuerdo con lo explica
Brancatisano, «… el amor, en todas sus expresiones y
especialmente en la sexual, consiste en caminar
hacia el otro, es una relación. Como en toda
relación, se produce un intercambio que, en este
caso, es excepcional porque consiste en la
entrega total y sin condiciones de sí mismo
que uno hace al otro. Aunque no es una regla
escrita, tal vez es la más clara de cuantas presiden
la organización de este mundo. Nadie está obligado a
respetarla si no es por voluntad propia. Nadie es
capaz de querer para sí mismo un amor que no sea
así: único y total. Fuera de este contexto la
expresión sexual no puede ser amor, aunque nos
hagamos la ilusión de que lo es. Es otra cosa:
búsqueda, debilidad, error, deporte, apuesta,
desafío. En todo caso, turbación en vez de
realización de uno mismo».
Pero entrega es donación, dádiva.
En consecuencia, el trato corporal no resultará
perfectivo mientras no exprese y lleva a cabo, a
través de la entrega corporal, la donación de la
persona toda. Ahora bien, la condición de
posibilidad de la donación es el autodominio: nadie
puede dar lo que en efecto no tiene.
+ En este sentido, lo que hace
viable el amor personal entre los hombres,
elevándolos infinitamente por encima de los
animales, es, en primer lugar, la posesión del
propio ser, que reciben de Dios en propiedad
privada, inalienable e inamisible; y, después, el
efectivo control que ejerzan sobre su voluntad,
afectos, pasiones, apetitos…
+ Paralelamente, el requisito
ineludible para que el trato corporal constituya en
verdad una dádiva es la eficaz hegemonía sobre el
impulso sexual, sobre el deseo.
- Y la mejor prueba de que ese
imperio se ejerce es la demostrada capacidad de
abstenerse de mantener relaciones cuando exista una
razón suficiente para no tenerlas.
- Como también, y a veces en la
misma magnitud, el acceder gustoso a la unión
física, si se advierte que el cónyuge lo necesita,
por más que nuestra inclinación instintiva resulte
en esos momentos leve o inexistente.
· El
verdadero obsequio supone libertad, y la libertad
implica autodominio.
+ Cuanto más se afinque en la
libre voluntad amorosa el motivo que lleva a
mantener relaciones conyugales, y cuanto más se
eleven esas razones por encima de la mera
necesidad de dar cumplimiento al impulso, mejor
encarnará nuestra unión la condición de dádiva
obsequiosa y gratuita en que cristaliza el amor.
+ Por el contrario, en la
proporción en que más dependa de la simple
satisfacción del instinto, más se acercará a un
«arrebatarse mutuo», recíprocamente consentido, que
a la positiva donación libre y voluntaria de lo que,
porque se posee en plenitud, puede seria y
realmente entregarse al otro.
b) Integración y desintegración
en el trato íntimo
Pero con esto quedan señalados
los requisitos que hacen del trato corporal una
efectiva entrega.
· Nos
falta analizar las condiciones que convierten la
donación del cuerpo en expresión de la dádiva
personal, de toda nuestra persona.
+ Para ello es imprescindible que
no se rompa, en la práctica, la unidad (en el ser)
del cuerpo y el alma que constituyen a la persona
humana, y en cuya consideración antes nos detuvimos.
+ Pues, en efecto, solo si se
mantiene la estrecha ensambladura de espíritu y
materia propia del sujeto humano, podrán las
relaciones físicas manifestar a la persona toda, en
la que real y vitalmente se hallan instaladas.
+ En este sentido, la noción
clave de todo el asunto es la de integración.
Y lo que más se opone a ella es, de nuevo, la
búsqueda desamorada del placer.
·
Distintos autores recuerdan cómo los efectos de la
desintegración se ponen claramente de manifiesto en
la satisfacción solitaria del impulso sexual,
conocida normalmente como masturbación.
+ Cuando alguien se masturba, al
concentrar todo su interés en la satisfacción del
estímulo sexual, acaba casi por transformarse en un
puro «centro sensorio-emocional» (sin voluntad ni
inteligencia): en «algo» capaz de experimentar el
estímulo del sexo y el deleite que se produce al
aplacarlo.
+ En consecuencia, y con mayor
intensidad conforme la excitación es más vehemente,
las dimensiones estricta y propiamente personales
—la inteligencia que razona y la voluntad que ama—
resultan excluidas de la actividad autogratificante,
excepto en la medida en que se ponen al servicio de
esa misma satisfacción.
+ El cuerpo, por su parte, se
convierte en algo extrínseco, en un «objeto» o
«instrumento» para eliminar la excitación y
sustituirla por el deleite.
· En
tales circunstancias, la persona humana se
fracciona, se des-integra: queda rota la unidad del
cuerpo, sensibilidad, emociones, inteligencia y
voluntad, que la constituye íntimamente.
· Y
eso es lo que, desde el punto de vista
antropológico, explica la ilicitud moral de
semejante tipo de actividades: el hombre, la
persona, se des-hace, actúa contra sí mismo.
· ¿Y
en las relaciones sexuales no solitarias? Si lo que
las provoca es exclusivamente la búsqueda de la
satisfacción sexual, la des-integración personal de
quienes en ellas intervienen —o de uno solo, en su
caso— presenta efectos devastadores. En fin de
cuentas, se torna imposible la donación personal
en que, al cabo, consiste el amor.
+ En efecto, esa dádiva se
realiza mediante el mutuo obsequio de los cuerpos,
en la exacta medida en que estos compendian o
resumen a la persona toda: es decir, con la
condición de que entre el organismo físico y el
alma, de la que dimana para el hombre su dimensión
estrictamente personal, no se introduzca ruptura
alguna.
+ Pero la índole «instrumental»
del cuerpo de quien solo busca el placer lo
«desliga» o «separa» del núcleo constitutivo de la
persona (una persona nunca puede transformarse en
instrumento… ni un instrumento-cosa gozar realmente
de la condición personal).
- Y, entonces, más que como medio
de comunicación entre personas, los cuerpos de
quienes se comprometen en una actividad de estas
características se configuran como impedimento, como
barrera, que torna inviable la común-unión
personal.
- Quien persigue
indiscriminadamente el aplacamiento de su pulsión
sexual, hace del propio cuerpo, y del que con él se
relaciona, un simple objeto, una herramienta de
deleite, extraña a la propia intimidad personal.
- En estas circunstancias, el
organismo resulta alienado, enajenado
—se torna «ajeno»—, y bajo ningún punto de vista
puede servir como vehículo de la comunicación
personal, ni como medio expresivo de la donación
amorosa.
¿Quiero sugerir con ello que la
búsqueda del disfrute es el único móvil que dirige
las relaciones contraceptivas?
Evidentemente, no.
Pero tampoco me atrevería a negar
que, en ocasiones, la satisfacción del estímulo
sexual se configure como efectivo motor de la vida
matrimonial de quienes actúan contraceptivamente.
Lo que sucede, de hecho, es que
la cuestión ni siquiera llega a plantearse de forma
explícita. Hoy, recurrir a la contracepción es a
menudo una «costumbre» adquirida culturalmente y no
cuestionada.
Pero en el fondo de esa práctica
late, justificada normalmente bajo pretexto de
«espontaneidad», la pretensión de no «interferir» en
el curso «normal» de las relaciones íntimas: lo que,
traducido a términos más reales, equivale a llevar a
término la unión cuando se experimente la necesidad
«natural» —¿instintiva?— de hacerlo.
· Por
eso, para comenzar a advertir la enorme diferencia
antropológica y moral que separa las prácticas
contraceptivas de la regulación natural de la
fertilidad, cabría apelar, entre otros elementos
quizá más determinantes, a los siguientes: quienes,
con grave causa, se ejercitan en la continencia
periódica, han de abstenerse inicialmente, durante
un período de aproximadamente un mes, de todo tipo
de relaciones íntimas; y, después, durante bastantes
días a lo largo de cada ciclo, de realizar la
cópula.
+ Con ello demuestran en la
práctica, con los hechos, que son capaces de
doblegar el propio impulso instintivo cuando existe
un motivo suficiente para hacerlo; aseguran de esta
suerte el autodominio y, con él, la calidad de su
entrega: incrementan la categoría de su amor.
+ Por el contrario, quienes
acuden a los medios anticonceptivos quieren
prescindir, precisamente, de la abstención. Y, al
obrar de este modo, se privan de la posibilidad de
ejercitar el propio imperio sobre el instinto, y con
ello, de aquilatar su querer: ya no hay propiamente
amor, porque, en rigor, no hay (dominio libre ni)
entrega.
Resumiendo.
·
Cuantos se acogen a los métodos contraceptivos
—habiendo prescindido de la motivación cardinal de
los hijos, que frontalmente rechazan—, solo pueden
realizar la unión física por una de estas dos
razones: satisfacer una pulsión psicofísica o
expresar su amor.
·
Hemos visto cómo quienes lo hacen por calmar sus
instintos ponen en peligro el amor mutuo.
· ¿Qué
decir a los que sinceramente justifican la
contracepción como una necesidad o como un medio
para mantener, con las relaciones matrimoniales
frecuentes, el mutuo afecto?
· Algo
muy sencillo y radical: que, considerado en sí
mismo, con independencia de las intenciones
subjetivas, el trato corporal contraceptivo resulta
inadecuado e incapaz de exteriorizar el amor
conyugal; en consecuencia, en lugar de
incrementarlo, lo lesiona gravemente, pudiendo
llegar a hacerlo desaparecer.
Con el fin de mostrar esta última
tesis, conviene recordar en qué sentido los gestos
corporales son manifestativos de la interioridad
corporal.
c) El lenguaje corpóreo-personal
de las relaciones matrimoniales
i) La corrupción de lo óptimo… es
pésima
Hemos visto con detalle que la
unión corporal, cuando es auténtica, cuando está
respaldada por un amor verdadero, incrementa y
acrisola el amor del que dimana.
Y también que ese mismo trato,
privado de su virtualidad natural, de la entrega
real al otro o de la apertura hacia la vida, lesiona
de forma irreparable el amor entre los cónyuges.
Cuestión que puede explicarse,
más o menos, como sigue.
Precisamente porque, llevadas a
término en el respeto a su cualidad natural, las
relaciones matrimoniales incrementan notablemente el
amor conyugal, justo porque constituyen un
instrumento específico y maravilloso para acrecentar
la unión… cuando se elimina violentamente su
constitutiva rectitud se transforman, de elemento
inigualable de perfeccionamiento, en seguro factor
de desorden y muerte.
Porque en sí mismas son
excelentes, cuando se las desvirtúa infligen un
grave perjuicio: un beso, como herramienta de
traición, es el más letal de los engaños.
· Pues
bien, por su misma estructura interna, las
relaciones contraceptivas se configuran como la
falsificación radical del amor entre los cónyuges.
+ El gesto, aparentemente, es
idéntico al de las relaciones abiertas a la vida:
hay el mismo contacto intimísimo de los cuerpos.
+ Pero todo acaba ahí: los
otros dos elementos —de los tres a que aludía cuando
estudiamos la maravilla de la unión conyugal— se
encuentran del todo ausentes: están adulterados.
F
El espacio vital que se comparte ya no es vivo ni se
halla en contacto con el hontanar de la vida; son
justo esas fuentes las que han sido cegadas.
F Y
la posibilidad radical de comunión, la persona del
hijo, síntesis viva de los padres, se torna asimismo
inviable.
No cabe una mayor falsificación,
aunque no se tenga conciencia ni culpa de ello. Y
toda la fuerza expresiva de la unión corpórea, todo
su vigor de compenetración, se vuelve
irreparablemente contra quienes actúan de forma
contraceptiva.
· La
relación contra-ceptiva contra-dice de forma
implacable el amor que pretende manifestar.
ii) La gran contradicción
Cabría dar un paso más y
preguntarse: ¿dónde radica realmente la
contradicción?
+ Y la respuesta sería, más o
menos: una contradicción es tal porque afirma y
niega, simultáneamente, la misma realidad.
+ Pues esto es lo propio del amor
contraceptivo.
- En él se rechazan drásticamente
los tres elementos constitutivos del amor que
subjetivamente y, a veces, con sinceridad, pretenden
confirmarse.
- Se afirman y niegan, de manera
simultánea, la corroboración mutua en el ser, los
deseos de plenitud y la entrega recíproca.
· En
efecto, ¿qué se dicen los esposos que utilizan tales
métodos, en relación con cada uno de estos tres
integrantes del amor?
1) Respecto al primero, si
pretenden en verdad amarse, no pueden sino
afirmar con el espíritu: «te quiero, estoy
encantado de que existas, acepto y confirmo tu
persona íntegra» (en virtud de su superlativa
unidad, si no se acoge la persona íntegra… de
ningún modo se acepta a la persona);
- pero con el uso de su
genitalidad, a través de sus relaciones íntimas,
niegan lo que en principio su espíritu
sostendría: «te quiero, sí, pero te quiero
estéril; me entrego enteramente a ti, con
excepción de mi capacidad de engendrar».
2) En lo que afecta al
segundo punto, sostienen: «deseo y busco tu plenitud
como persona, tu desarrollo perfectivo,
- pero no el engrandecimiento
que en ti puedan suponer la paternidad, la
maternidad»;
+ «anhelo gozosamente que entres
en mi vida, para perfeccionarla…
- pero me reservo el derecho
de mantener infecundas, de no desplegar, las
facultades que me llevarían a ser padre, o madre, de
tus hijos».
3) Por fin, aseguran: «soy
todo tuyo, eres toda mía,
- menos nuestra capacidad de
generar, que debe permanecer en barbecho».
· ¿No
son todas estas restricciones prueba palpable,
puesto que se sitúan en un plano casi físico, de la
falsía real —no necesariamente advertida ni
culpable— de las relaciones contraceptivas?
Tomás MelendoTomás Melendo Granados es Catedrático de Filosofía (Metafísica).
Director Académico de los Estudios Universitarios sobre la Familia.
Universidad de Málaga.
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