lunes, 1 de febrero de 2010

CREAR UNA CULTURA DE LA VIDA...

¿Influye el aborto en la sociedad?

Si no se acepta el primero de los derechos humanos –el derecho a la vida–, no hay ninguna garantía que se acepten los demás, p.ej. el derecho a la libertad, a la seguridad o al reconocimiento de la personalidad de cada uno. Así, una sociedad abortista se hace inhóspita. Con el tiempo, reinarán la tiranía y la arbitrariedad en todos los ambientes. Es como una enfermedad infecciosa que se contagia.

En cada aborto hay al menos dos víctimas: el niño y la madre. Pero, en realidad, hay muchas más: el padre (que muchas veces se olvida), familiares, amigos, vecinos, el personal médico y el personal administrativo. De alguna manera, toda la sociedad está envuelta. Y no hablemos de los que invitan al aborto desde distintas áreas de la ciencia, de la comunicación o de la política. Pienso que todos ellos son víctimas, porque quien realiza un mal –directa o indirectamente–, sufre un daño mayor que aquel que lo recibe: se destruye interiormente y, en el fondo, se desprecia.

Una sociedad, pues, en la que se realizan cada año (oficialmente) más de cien mil abortos, es una sociedad con millones de víctimas, es decir, con personas heridas en lo más profundo de su ser, que ya no tienen ni armonía ni estabilidad interior. Nadie puede matar a otro, mirarse después tranquilamente a la cara y decir: No importa.

En una ocasión, una conocida escritora, que ha hecho ella misma la experiencia de abortar, me confesó: Veo a mi niño en los sueños. Después de este acto hay sólo dos posibilidades: o te embruteces y sigues matando, o te conviertes y luchas por la vida.

¿Existe todavía la conciencia?

La conciencia es –según los antiguos– la voz de Dios en nosotros. Se trata de una expresión sencilla y acertada. Dios existe, y nos habla en lo más íntimo del corazón. Si escuchamos su voz, somos conducidos a un camino de luz que, ciertamente, no carece de riesgos y obstáculos, pero aprendemos a llenar las situaciones difíciles de sentido. Dios no nos invita a una vida cómoda, pero está con nosotros en todo momento.

Sin embargo, cabe también la posibilidad de no escucharle, de acallar su voz y preferir el ruido de la calle. Entonces comenzamos a vivir “solos”, sin su presencia confortante. En consecuencia, no fundamentamos nuestra vida en la verdad, sino en una mentira, que se puede hacer cada vez más grande. Y como ya no encontramos paz en nuestro interior, algunos huyen hacia un activismo superficial, otros se quedan paralizados, se endurecen, se vuelven cínicos o caen en una suerte de desesperación.

Así se explica, en parte, la falta de decisión a comprometerse para toda la vida, a asumir responsabilidades a largo plazo y, naturalmente, a tener descendencia.

¿Dios se ha alejado de nuestro mundo?

¡Seguro que no! Aunque el hombre puede apartarse de Dios, Dios nunca se aparta de él y sigue llamándole siempre.

En el caso del aborto, la culpa reprimida aparece frecuentemente como el síndrome post aborto (=PAS). Puede manifestarse inmediatamente después de la actuación, o también tras años o décadas. Conozco a una abuela de ochenta y cinco años, a la que diagnosticaron una depresión PAS, porque había abortado cincuenta años antes. El psiquiatra americano Prof. Wilke suele decir con acierto: Es más fácil sacar al niño del útero de su madre que de su pensamiento. Podemos añadir que hay también muchos varones que sufren lo mismo.

¿La aceptación del aborto es consecuencia del relativismo?

Sí, el relativismo es, probablemente, una de las causas más influyentes. En el siglo XX, el hombre adquiere la convicción de que ni la razón ni la ciencia son capaces de llevarle a una verdad segura. Sufre el desengaño, que se oculta, frecuentemente, tras las fachadas blanqueadas de nuestras bellas sociedades. Novelas de éxito mundial destacan que “la vida es absurda” (Camus) y que el ser humano está “condenado a la libertad”. (Sartre) “Estamos solos, abandonados”: esto es, según el escritor Hesse, el grito de toda una generación.

Se puede experimentar un rechazo de los grandes relatos, una convicción generalizada que niega al ser humano la capacidad de conocer el mundo y el fin de su vida. Es más, para muchos contemporáneos no existe un último sentido de la existencia.

En este clima, amplios sectores han dejado de lado la fe cristiana. La nueva increencia no es provocadora –como en los tiempos de Nietzsche–, sino tranquilamente “normal”, a veces resignada y, en ocasiones, un tanto irónica. Tal vez, nos hemos acostumbrado a no pensar: al menos, a no pensar hasta el final.

¿Y los argumentos de los abortistas?

En efecto, nunca he encontrado a ninguna mujer que haya abortado por frivolidad. Muchas lo hacen por ignorancia o confusión, por la presión del ambiente, por apuros económicos, resignación o desesperación. Y suelen justificarlo –al menos al principio– con unos argumentos tan falsos como conocidos.

Según el material científico del que disponemos hoy día, no podemos dudar en que, desde el momento de la fecundación, “otra persona humana” se encuentra en el seno de la mujer. ¡Existe un nuevo ser humano en este mundo, que ha sido creado para toda la eternidad! Y Dios lo ama con un amor muy grande y especial. Le dice a este pequeño embrión las mismas conmovedoras palabras que dirige a cada uno de nosotros, y que nos han sido transmitidas por el profeta Isaías: No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre y eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo; si por los ríos, estos no te anegarán. Porque eres a mis ojos de muy gran estima, de gran precio, te quiero. Mira, en la palma de mi mano te tengo tatuado. Así, cuando una chica acude a una clínica abortista, se puede decir con razón que “entran dos personas” y que “sale una”: la más débil e indefensa ha quedado en el camino.

Tampoco se puede afirmar, con un mínimo de experiencia, que el aborto sea una “liberación” para la mujer. Es más bien lo contrario. Engendra una auténtica esclavitud y mucho sufrimiento físico, psíquico y espiritual. Las mujeres de los antiguos países comunistas –donde había pocos anticonceptivos, y los abortos estaban a la orden del día– pueden contarlo con más detalles. Una diplomática feminista que, antes de la caída del bloque soviético, vivió tres años en Moscú y esperaba encontrar allí el paraíso, me comentó con gran decepción: Las mujeres rusas, deshechas por los abortos, están en una situación mucho más lamentable que las mujeres árabes sometidas al poder masculino.

Para hacer algo, ¿por dónde empezar?

Por nosotros mismos. No debemos dividir la humanidad en dos grupos: los que han abortado y aquellos que no lo harían nunca, los buenos y los malos. Todos hacemos algún bien para la humanidad, y todos actuamos también mal. Incluso cuando alguien se ha mantenido toda una vida muy lejos del aborto, ¿puede estar seguro de no haber “matado” a nadie espiritualmente, con su ejemplo escandaloso o con su arrogancia?

Recuerdo vivamente el primer viaje del Juan Pablo II a Auschwitz, donde fueron cruelmente asesinados muchos amigos y conocidos suyos. ¿Qué hizo este gran Papa cuando llegó a aquel lugar de horror? ¿Amonestaciones? ¿Discursos? Juan Pablo II entonó con voz fuerte el Confiteor: pidió a Dios perdón por sus propios pecados. Porque todos contribuimos de alguna manera al mal en este mundo. “Quien está libre de pecado, tire la primera piedra.”

En segundo lugar, tendríamos que acoger a las víctimas: escuchar, comprender y mostrar salidas del círculo vicioso en el que se encuentran. No somos nosotros los que juzgamos, sino sólo Dios. Y Dios juzga con misericordia. Por esto, el mejor servicio que podemos hacer a otro, consiste en ayudarle a encontrar -si fuera el caso, nuevamente- la fe, para que experimente la alegría de ser amado, tal como el “hijo pródigo” de la parábola, con quien todos podemos identificarnos.

La verdadera culpabilidad va a la raíz de nuestro ser: afecta nuestra relación con Dios. Mientras en los Estados totalitarios, las personas que se han “desviado” -según la opinión de las autoridades- son metidas en cárceles o internadas en clínicas psiquiátricas, en el Evangelio de Jesucristo, en cambio, se les invita a una fiesta: la fiesta del perdón. Dios siempre acepta nuestro arrepentimiento y nos invita a cambiar. Su gracia obra una profunda transformación en nosotros: nos libera del caos interior y sana las heridas.

Por último, hace falta crear una nueva “cultura de la vida”. La situación actual puede estimularnos a romper la conspiración del silencio y a ofrecer un nuevo estilo de vida, dando un testimonio convincente de la belleza de la fe. Si miramos a Cristo, nos damos cuenta de que nuestra fe es más y algo muy distinto a un sistema moral o a una serie de preceptos y de leyes. Es el don de una amistad que perdura en la vida y en la muerte. Protege, además, a todos los débiles, indefensos y marginados del mundo entero. El cristianismo no es una reliquia del pasado, sino un tesoro del presente y una inversión para el futuro.

Si proclamamos la fe cristiana, esto no significa que despreciemos otras convicciones, sino únicamente que hemos sido conquistados por quien interiormente nos ha tocado, y que tenemos el deseo de animar a los otros a dejarse encantar por la figura luminosa de Cristo. No se trata de forzar a nadie a que se convierta. La verdad no se afirma mediante un poder externo, sino que es humilde, y sólo es aceptada por el hombre a través de su fuerza interior. Pero el hecho de que la verdad se conoce por la fuerza de la misma verdad (Concilio Vaticano II), no significa sólo la descalificación de todos los actos contrarios a la libertad y al aprecio de las decisiones de los demás. Implica igualmente la grave responsabilidad, para todas las personas, de buscar el sentido verdadero y completo de la existencia, cada una en la medida de sus posibilidades individuales.

Es la hora de entrar en un diálogo sincero con personas de otras posturas y convicciones. Estamos llamados a mostrar que la fe cristiana es un medio apto para hacer que nuestra sociedad sea para todos un buen lugar para vivir. Si logramos convencer a los demás por la coherencia de vida, podemos sembrar esperanza en vez de pesimismo, transmitir serenidad en vez de angustia. Y podemos mirar con nueva ilusión hacia adelante. Allí donde está Dios, allí hay futuro.

Jutta Burggraf

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