domingo, 31 de enero de 2010

EL ARTE DE ESCUCHAR

Un escritor se encuentra con un viejo amigo. Hace mucho tiempo que no se ven y comienzan a charlar. Pero, más que entablar una conversación, el escritor toma el uso y el abuso de la palabra sin dejar que su amigo abra la boca. Al cabo de media hora se da cuenta de su descortesía y pide disculpas: “Perdona: solo he hablado yo. Ya me callo. Ahora cuéntame cosas de tu vida. Dime, ¿qué te ha parecido mi última novela?”.

Para educar hay que escuchar. ¿A quiénes? A los que van a ser educados. ¿Por qué? Porque no son muebles, sino seres humanos, inteligentes y libres, protagonistas de su propia educación. De entrada, las personas que saben escuchar suelen ser muy queridas.

Ahí radica parte del atractivo de las madres a los ojos de sus hijos. Ahí encontramos el secreto del atractivo de Momo, esa chiquilla de 14 ó 15 años -protagonista de la novela que lleva su nombre-, acostumbrada a escuchar con interés, con paciencia y con inteligencia a todo el mundo: a sus amigos, a sus vecinos, al viejo barrendero de su barrio... Su autor, Michel Ende, nos dice de ella que sabía escuchar como nadie:

Sabía escuchar de tal manera que la gente perpleja e indecisa sabía muy bien, de repente, qué era lo que quería. Los tímidos se sentían de súbito muy libres y valerosos. Los desgraciados y agobiados se volvían confiados y alegres, y si alguno creía que su vida estaba totalmente perdida, que era insignificante y que él mismo no era más que uno entre millones, y que no importaba nada a nadie, y que se le podía sustituir con la misma facilidad que se cambia una maceta rota, pues si iba y le contaba todo eso a la pequeña Momo, le quedaba claro, de modo misterioso mientras hablaba, que tal como era solo había uno entre los hombres, y que, por eso mismo, a su manera era importante para el mundo.

Escuchar y respetar la vedad.

Escuchar es un arte porque a veces no es sencillo saber cuándo y de qué manera debemos hacerlo, ni cómo hemos de proceder a continuación. Quizá podamos admitir, como criterio general, que el diálogo educativo ha de estar abierto a la verdad: la presupone, ha de buscarla y aceptarla. De ahí que la necesidad de escuchar no equivalga a una educación por consenso, pues el consenso no crea la bien ni la verdad. Hay cuestiones que no se pueden discutir y pactar, y otras que no son negociables.

Un profesor ha de escuchar a sus alumnos, pero el contenido de su asignatura no lo deciden entre todos. Un médico debe escuchar a sus pacientes, pero su diagnóstico no lo pacta con ellos, como tampoco el juez pacta su sentencia con el acusado. Escuchar a los demás –a los hijos y alumnos- no significa admitir que todas las opiniones son correctas y valen lo mismo, y mucho menos que la verdad no existe, que todo es relativo y depende de lo que piensa cada cual.


La dificultad intrínseca de la educación se agrava hoy por la extensión y la fuerza del relativismo, esa mezcla de postura intelectual y modo de vida que nace de una sensibilidad característica: la hipertrofia sentimental del yo. Dos versos de Calderón de la Barca definen perfectamente esa forma de instalación vital: En yendo contra mi gusto, / nada me parece justo. Pero el relativismo es antieducativo. Savater nos recordaba que “no hay educación si no hay verdades que transmitir, si todo es más o menos verdad”.

El relativismo es también amoral e inmoral, pues instaura la jerarquía subjetiva de todos los motivos y abre la puerta al “todo vale”. Con esa lógica de papel, el drogadicto al que se pregunta por qué te drogas, siempre podrá responder ¿y por qué no? Viktor Frankl contaba el caso de un hombre que acudió al médico por problemas de audición. El médico le dijo que oía mal porque bebía mucho.

El paciente dejó de beber y se curó en un mes, pero pasó otro mes y tuvo de nuevo problemas con el alcohol y el oído. El médico le preguntó por qué había vuelto a beber, y aquel hombre dio esta respuesta: “Porque he descubierto que oír bien no me gusta tanto como el whisky”.

Educar es enseñar a conocer la realidad, a reconocer las cosas como objetivamente son, no como subjetivamente pueden parecer o nos conviene que sean. Lo cual no es nada sencillo. Pongo un ejemplo literario: lo que para Don Quijote son gigantes enemigos, para Sancho son molinos de viento. Lo que para Sancho es una bacía de barbero, para don Quijote es el yelmo de Mambrino.

El problema es que los dos no pueden tener razón, justamente porque la realidad no es doble. Son ejemplos tan grotescos que no nos sentimos aludidos. Nos parece que nadie en su sano juicio ve la realidad tan distorsionada. Pero, por desgracia, no es así.

Entre un terrorista y un ciudadano pacífico, entre un nazi y un judío, entre un defensor del aborto y un defensor de la vida, entre un vendedor de helados y un vendedor de droga, entre el que vive fuera de la ley y el que vive dentro, entre el que conduce sobrio y el que conduce borracho..., las diferencias son mayores y más dramáticas que las diferencias entre Don Quijote y Sancho. De hecho, el relativismo es lo más parecido al SIDA en el terreno intelectual y moral: una inmunodeficiencia mortal para la inteligencia y la conducta.

La actual negación de la verdad es común a los ámbitos público y privado, pero en la esfera de la conducta pública se llega al “todo vale” por el camino de la opinión mayoritaria. Si no se reconoce la existencia de la verdad, el criterio ético deja paso al criterio sociológico, que sustituye el respeto a la realidad por la obediencia a las mayorías.

El problema de esta sustitución es que conocemos mayorías tan absolutas como equivocadas, que –a modo de ejemplo- durante siglos han decretado la centralidad e inmovilidad de la Tierra en el cosmos, o han aprobado la esclavitud y negado derechos fundamentales a la mujer. Con un sentido común irrefutable, Erich Fromm nos dice que el hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores no convierte éstos en verdades; y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de estas personas gente equilibrada.

* 15 consejos de un adolescente a sus padres


El que sabe escuchar –una madre, un amigo, un profesor, un médico- nos hace sentir que la elocuencia no está solo en quien habla, sino también en quien escucha. Por eso se puede decir que hay silencios elocuentes, cargados de significado. Escuchemos 15 consejos de un adolescente a sus padres. Un autor anónimo los publicó hace años en la revista Hacer Familia.

1. Trátame con la misma cordialidad con que tratas a tus amigos. Que seamos familia no quiere decir que no podamos ser amigos también.

2. No me des siempre órdenes. Si me pidieras las cosas en vez de ordenármelas, yo las haría antes y de buena gana.

3. No cambies de opinión tan a menudo sobre lo que debo hacer. Mantén tu decisión.

4. No me des todo lo que pida. A veces pido para saber hasta dónde puedes llegar.

5. Cumple las promesas, tanto si son buenas como si son malas. Si me prometes un permiso, dámelo. Si es un castigo, también.

6. No me compares con nadie, especialmente con mis hermanas o hermanos. Si me ensalzas, el otro va a sufrir. Si me haces de menos, quien sufre soy yo.

7. No me corrijas en público. No es necesario que todo el mundo se entere.

8. No me grites. Te respeto menos cuando lo haces.

9. Déjame valerme por mí. Si tú lo haces todo, nunca aprenderé.

10. No mientas delante de mí. Tampoco pidas que yo mienta por ti, para sacarte de un apuro.

11. Cuando haga algo malo, no me exijas que te explique por qué lo hice. A veces, ni yo mismo lo sé.

12. Cuando estés equivocado en algo, admítelo y crecerá mi estima por ti, y yo aprenderé a admitir mis equivocaciones.

13. No me pidas que haga una cosa que tú no haces. Aprenderé y haré siempre lo que tú hagas, aunque no lo digas.

14. Cuando te cuento un problema no me digas "ahora no tengo tiempo para tus tonterías" o "eso no tiene importancia". Trata de comprenderme y ayudarme.

15. Quiéreme y dímelo. Me gusta oírtelo decir, aunque tú no lo creas necesario. Me agrada mucho.

De un capítulo del libro de José Ramón Ayllón "Diez claves de la Educación" (Styria, Barcelona)

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