miércoles, 3 de marzo de 2010

El cristianismo no es un moralismo

Se entiende por moralismo una exaltación desmedida de los valores morales, que conduce a una vida centrada en el "cumplimiento" de unas reglas o de un código moral. Pues bien, esto no es el cristianismo. Lo ha explicado y subrayado Benedicto XVI en su visita al seminario de Roma el 12 de febrero de 2010, con referencia al capítulo 15 del Evangelio de San Juan.

La Iglesia es la viña que Dios ha plantado —ya en el Antiguo Testamento, al elegir al Pueblo de Israel— y esperaba de ella muchos frutos. Ahora la viña es la Iglesia y por eso hemos de permanecer” en Cristo —en el ser amados por Cristo y amar a Cristo—, especialmente por medio de la Eucaristía. En ella encontramos y nos unimos a esta «gran historia de amor, que es la verdadera felicidad».

Como consecuencia de ese "permanecer" con Cristo —en el nivel que el Papa llama "ontológico", es decir, perteneciente al ser— vienen otras palabras —que expresan el nivel del obrar—: "Guardad mis mandamientos". Por tanto es la unión con Cristo la que procura el fruto anticipado de nuestro amor; no somos nosotros los importantes —nuestras obras y nuestras valoraciones—, sino que lo más importante es ese darse de Dios mismo, que precede a nuestro obrar: «No somos nosotros los que hemos de producir el gran fruto; el cristianismo no es un moralismo, no somos nosotros los que debemos hacer cuanto Dios espera del mundo, sino que ante todo debemos entrar en ese misterio ontológico: Dios se da a sí mismo. Su ser, su amar, precede a nuestro obrar, y, en el contexto de su Cuerpo —la Iglesia—, en el contexto de su estar con Él, identificados con Él, ennoblecidos con su sangre, también nosotros obrar con Él».

En otros términos, que fundamentan la ética cristiana —"la ética es consecuencia del ser"—, explica Benedicto XVI que primero el Señor nos da un nuevo ser, esto es, el gran don de la unión con Cristo; de este ser se sigue al actuar, como una realidad orgánica, que actúa conforme a lo que es; no como quien obedece a una ley externa que otro le impone; sino como quien actúa gustosamente desde el amor. «Y así damos gracias al Señor porque nos ha sacado del puro moralismo; no podemos obedecer a una ley que está frente a nosotros, sino que debemos sólo obrar según nuestra nueva identidad». Por tanto no se trata de una obediencia a algo exterior, «sino de una realización del don del nuevo ser», que es el amor de Dios en Cristo.

A todo ello le sigue este mandamiento nuevo: "Amaos como yo os he amado". No hay amor es más grande que este "dar la vida por los propios amigos". ¿Pero qué quiere decir esto exactamente?, se pregunta Benedicto XVI. Tampoco aquí se trata —dice por tercera vez— de un moralismo. Una posible interpretación, argumenta el Papa, sería: «No es un mandamiento nuevo; el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo existe ya en el Antiguo Testamento». Otra interpretación es la de quienes sostienen que “ese amor queda radicalizado; este amor al otro debe imitar al de Cristo, que se ha dado por nosotros; debe ser un amor heroico, hasta el don de sí mismos”. «En este caso —replica el Papa—, el cristianismo sería un moralismo heroico. Es verdad que debemos llegar hasta esta radicalidad del amor, que Cristo nos ha mostrado y donado, pero también es cierto que la verdadera novedad no es —insiste— lo que hacemos nosotros, la verdadera novedad es cuanto Él ha hecho: el Señor se nos dado Él mismo, y el Señor nos ha dado la verdadera novedad de ser miembros en su cuerpo, ser sarmientos de la vida que es Él. Por tanto, la novedad es el don, el gran don, y desde ese don, desde esa novedad del don, se sigue también, como he dicho, el nuevo obrar».

Para dar con la raíz de la “novedad cristiana”, el Papa acudió al pensamiento de Santo Tomás de Aquino. Éste afirma, con respecto al cristianismo, que “la nueva ley es la gracia del Espíritu Santo”. E interpreta el Papa: «La nueva ley no es un mandamiento más difícil que los otros: la nueva ley es un don, la nueva ley es la presencia del Espíritu Santo que se nos da en el Sacramento del Bautismo, en la Confirmación, y se nos da cada día en la Santísima Eucaristía».

Con la clave de ese don del amor, que es el Espíritu Santo —principio de unidad y vida de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo—, interpretaba Benedicto XVI también las palabras del Señor: «"Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo. Yo os he llamada amigos porque todo lo que he oído del Padre os lo he dado a conocer”. Ya no somos siervos —observaba el Papa— que obedecen al mandato, sino amigos que conocen, que están unidos en la misma voluntad, en el mismo amor».

Al final de su intervención expresó que forma parte de la novedad cristiana también el hecho de que el Espíritu Santo se nos dé —junto con los sacramentos— como fruto principal de la oración, para que «podamos responder a las exigencias de la vida y ayudar a los otros en sus sufrimientos».

Toda una lección. Desde aquí se ilumina el por qué se nos insiste en la prioridad de los sacramentos —sobre todo la Eucaristía y la Penitencia— y la oración. Y la respuesta es: porque es el Espíritu Santo, y no nuestras obras o realizaciones, es el gran don que hace posible tanto de la vida cristiana (que a veces se denomina por eso “vida espiritual”), como la misión y la acción de la Iglesia. Es el don del amor que nos da la unidad, la vida y la eficacia.

Ramiro Pellitero. Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra
ZENIT.ORG

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