domingo, 9 de mayo de 2010

EL DÍA DEL SEÑOR. DOMINGO 6º DE PASCUA


          El tiempo pascual, que se caracteriza por el denominador común de la alegría, se diversifica cada domingo por los temas que pone a nuestra consideración. La Pascua es el gran fundamento de la vida cristiana, que nos hace pasar de la utopía a la realidad, de la mentira al amor, del miedo a la paz.
          “Al  anunciar su marcha de esta tierra a los Apóstoles, Cristo dice así: “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14,23). Pensad en el significado y fuerza de la enseñanza que transmitió Cristo durante su misión mesiánica en la tierra. Dicha enseñanza nos une perennemente no sólo a nuestro Redentor, sino también al Padre: “La palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió” (Jn 14,24).
          La fidelidad a la enseñanza que nos ha transmitido Cristo es la fuente de la relación vivificante con el Padre a través del Hijo. Dejada la tierra, Cristo sigue en unión constante con su Iglesia a través de la enseñanza transmitida a los Apóstoles.
          Por esto precisamente es tan fundamental para la Iglesia observar con fidelidad dicha enseñanza.  De este empeño rinde testimonio el primer Concilio Apostólico. El afán de los sucesores de los Apóstoles no es otro que el de que la Iglesia se mantenga en la enseñanza que Cristo le transmitió y que a través de la fidelidad a la enseñanza “moren” en la comunidad de los fieles el Padre junto con el Hijo” (1).
          A continuación, el Señor les invita a permanecer a la espera de la venida del Santificador: “el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho” (2).
          Estamos a quince días de Pentecostés. La fiesta supondrá una nueva venida del Espíritu Santo al corazón de los cristianos. Conviene prepararnos con calma. De hecho, muchos cristianos lo suelen hacer con el decenario al Espíritu Santo. Con él se preparan durante los diez días previos a la fiesta a la venida del Consolador.
          El Espíritu Santo es la fuente de toda la vida de la Iglesia. El es el manantial del que brotan ríos de agua viva (3), con los que la Iglesia riega la humanidad y el mundo entero, siempre sediento de Dios.  “¿Y por qué ha dado el nombre de agua a la gracia del Espíritu? Porque todas las cosas constan de agua, ya que el agua es la que hace las plantas y los animales; porque desde los cielos desciende el agua de las tormentas. Siempre cae del mismo modo y de la misma forma, aunque son multiformes los efectos que produce: una única fuente riega todo el huerto.
           Y una única e idéntica tormenta desciende sobre toda la tierra, pero se vuelve blanca en el lirio, roja en la rosa, de color púrpura en las violetas y en los jacintos, y diversa y variada en los distintos géneros de cosas. De una forma existe en la palma y de otra en la vid, pero está toda ella en todas las cosas, pues (el agua) es siempre la misma y sin variación. Y, aunque se mude en tormenta, no cambia su forma de ser, sino que se acomoda a la forma de sus recipientes convirtiéndose en lo que es necesario para cada uno de ellos.
          Así el Espíritu Santo, siendo uno y de un modo único, y también indivisible, distribuye la gracia «a cada uno en particular según su voluntad» (cf. 1 Cor 12,11). Y del mismo modo que un árbol seco produce brotes al recibir agua, así también el alma del pecador, cuando por la conversión ha sido agraciada por el don del Espíritu Santo, produce los frutos del Espíritu Santo (4)
          La acción purificadora del Espíritu Santo se realiza particularmente en el Bautismo. Por medio del agua y de las palabras del ministro, el Paráclito toma posesión del alma, la limpia de sus pecados, la engalana con la gracia, con las virtudes infusas y con los dones que reparte profusamente. Con sus inspiraciones, el Espíritu Santo “va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera” (5). Poco a  poco, si somos dóciles a sus mociones, nos lleva a alcanzar la “madurez del varón perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo” (6)
          Con la Confirmación se renueva en cada cristiano la escena de Pentecostés. Nuevamente desciende el Espíritu Santo –esta vez con una misión invisible-  “como llama que enciende los montes” (7), para ser fortaleza del hombre y empujarle a difundir entre los demás el fuego de Cristo que lleva en el corazón. Como luz infinita, “viene a salvar, sanar, enseñar, advertir, fortalecer, consolar y a iluminar la mente: en primer lugar, la de aquel que le acoge y, después, sus obras y las de los demás” (8).
          Preparémonos pues, desde ahora para la Pentecostés ya cercana. Nos puede ayudar esta oración que rezaba San Josemaría:
          ¡Ven, oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad... He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después..., mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.
          ¡Oh Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras...(9)
          “Este es el misterio de Pentecostés: el Espíritu Santo ilumina el espíritu humano y, al revelar a Cristo crucificado y resucitado, indica el camino para hacerse más semejantes a Él, es decir, ser «expresión e instrumento del amor que proviene de Él» («Deus caritas est», 33). Reunida junto a María, como en su nacimiento, la Iglesia hoy implora: «Veni Sancte Spiritus!» - «¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos fel fuego de tu amor!». Amén.” (10)


(1)    Juan Pablo II, Homilía en la parroquia de Santa Mónica (Ostia) (8-V-1983)
(2)    Jn. 14,26
(3)    Jn. 7,38
(4)    San Cirilo de Jerusalén, Catequesis, XVI, 11-12
(5)    San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 135
(6)    Ef. 4,13
(7)    Salmo 82,15
(8)    San Cirilo de Jerusalén, Catequesis, XVI, 16
(9)    San Josemaría, abril 1934
(10) Benedicto XVI, Homilía, 4.06.2006

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