viernes, 2 de julio de 2010

«FAMILIA, SÉ LO QUE ERES»

Tomás Melendo bucea en la esencia humana y nos sumerge en las profundidades de la vida familiar para mirar, con ojos nuevos, una verdad por desgracia manoseada y desvalorada: el amor es el núcleo de donde emana el tejido familiar y social. La solución a las crudas realidades sociales que vivimos depende de cómo cada quien, desde la vida familiar, desarrolle su personalidad con este ingrediente.
 
Por Tomás Melendo Granados
Arvo Net


Jugando un poco con las palabras y los conceptos, diría que el objetivo de estas líneas es orientar a los orientadores —sean profesionales o simples ejecutores de este papel en la familia—, para que ellos, a su vez, orienten a quienes les piden ayuda o, simplemente, para mejorar el tono y la calidad de la vida en su hogar.
 
Es preciso definir el núcleo de la existencia familiar, pues es el punto en el que habremos de incidir para elevar el nivel y la eficacia de las actividades de cualquier familia que aspire a ser lo que por esencia le corresponde.
 
En principio, determinar la sustancia y el objetivo de la institución familiar no parece complejo. Juan Pablo II los ha señalado con insistencia y claridad: «En una perspectiva que además llega a las raíces mismas de la realidad, hay que decir que la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor. Por esto la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor».
 
El amor, por tanto, define y fundamenta la institución familiar; y el amor en su acepción más noble: de amistad o benevolencia. Pero, ¿entre quiénes?
 
EL NÚCLEO PRIMORDIAL
 
Primero los padres
 
Es frecuente que los padres no sientan la necesidad de formarse mejor hasta que alguno de los hijos plantea dificultades que los superan. Acuden entonces al centro educativo para hablar con el preceptor o se inscriben en un curso de orientación familiar. El «problema», por decirlo con dramatismo, es el hijo.
 
Aquí, los cónyuges deben comprender que toda su actividad paterna resultará inútil hasta que, en el seno de la familia, no dirijan su mirada e influjo renovador hacia ellos mismos: son los padres quienes deben cambiar en primer término para provocar un perfeccionamiento en sus hijos.
 
Cualquier progreso en la vida familiar es fruto de una modificación en la vida de los cónyuges, que se implican más, y más decididamente, en el seno del propio hogar. Sin ese radical compromiso, todo resulta inútil.
 
La familia es insustituible para la maduración y existencia de la persona en cada uno de sus niveles de desarrollo: desde la indigencia absoluta del recién concebido, pasando por la inseguridad y las dudas del niño o el adolescente, hasta la aparente firmeza autónoma del adulto, la plenitud del hombre y la mujer, y la fecunda pero frágil riqueza del anciano.
 
Desde este punto de vista, es imprescindible indicar a los padres que la familia es necesaria, no sólo para que sus hijos se perfeccionen; sino también, ¡y antes!, para que ellos —el padre y la madre— «se realicen» como personas (que es el objetivo terminal de cualquier existencia humana, sin cuyo logro no alcanza sentido).
 
La idea de la familia-refugio ha ocupado un papel preeminente en la sociedad occidental desarrollada: el ámbito familiar resultaría indispensable como remedio para la debilidad del ser humano y justo en la proporción en que sus miembros se encuentran necesitados de protección y apoyo.
 
Pero esto, que no carece de verdad, no es lo más serio que puede afirmarse de la familia. El hecho de que el Dios creador del Universo se nos haya revelado como familia, da una certera pista a la hora de ponderar las relaciones entre familia y persona.
 
Si la Trinidad personal de Dios, en quien no falta ninguna perfección, «tiene que» constituirse como familia, queda claro que ésta no deriva de indigencia alguna, sino, al contrario, de la plenitud del ser personal que, por naturaleza, está llamado al don, a la entrega, y requiere un hábitat adecuado para poder ofrendarse.
 
Análogamente, la persona humana está más llamada a entregarse conforme más se plenifica. Por eso, cuanto más perfecta es una persona, tanto más necesita de la familia como el ámbito en el que, sin reservas ni trabas, puede dar y darse.
 
Por encima de todo, la familia
 
Respecto a semejantes verdades, la orientación de Juan Pablo II no puede ser más diáfana: «El hombre, por encima de toda actividad intelectual o social por alta que sea, encuentra su desarrollo pleno, su realización integral, su riqueza insustituible en la familia. Aquí, realmente, más que en cualquier otro campo de su vida, se juega el destino del hombre».
 
Los padres pueden fácilmente caer en la cuenta de que equivocan el rumbo cuando —aun con la mejor de las voluntades— descuidan la atención directa e inmediata a los demás miembros de su familia, para dedicarse a otros menesteres, profesionales o sociales, en los que incluso alcanzan éxito absoluto.
 
Porque ese triunfo no es capaz de ahogar la desazón íntima que les asalta siempre, en los momentos más humanos, por desatender el círculo familiar, en el que habrían de encontrar «su realización integral, su riqueza insustituible».
 
Además de desatender al cónyuge, delegará en él la educación de los hijos o, cuando el otro consorte busque su propia realización fuera de casa, los encomendará a otras instituciones —colegio, club juvenil—, cuya misión es subsidiaria respecto a la de los padres y cuyo influjo eficaz en los chicos se torna limitado y epidérmico.
 
Los padres deben ver con claridad que la familia resulta imprescindible para el íntegro desarrollo de sus hijos, porque en primer término lo es también para él o ella como cónyuge y como padre o madre.
 
Un padre insatisfecho por no desarrollarse en plenitud dentro de su propio hogar, no puede aportar auténtica vida ni apoyo sólido a sus hijos, que en ese hogar encuentran también la principal palestra para su robustecimiento personal y la base ineludible para el despliegue enriquecedor en cualquier otra esfera de su vivir.
 
AMOR QUE SE DESBORDA
 
Centremos ahora nuestra atención en la necesidad que el padre y la madre tienen de la familia en función del crecimiento y la mejora de sus hijos. Con otras palabras: para cumplir sus deberes paternos, los componentes de un matrimonio no han de dirigir en primer lugar su atención hacia los hijos, sino hacia el otro cónyuge.
 
Y la razón es muy simple: la primera —y casi única— cosa que un hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí.
 
Se trata de una idea desarrollada con brillante sencillez por Carlos Llano: como la educación de los hijos no es sino la más genuina expresión del amor paterno, y como este amor no puede ser, a su vez, sino el despliegue del cariño entre los esposos, el que los cónyuges se amen de veras constituye la clave esencial, y casi el todo, de su misión dentro de la familia.
 
La marcha de la familia, en cada uno de sus componentes, está definida, casi completamente, por el amor que se ofrenden los padres. La calidad del amor familiar —del paterno-filial y del fraterno— está determinada por las características y la categoría del hábitat que origina el cariño de los cónyuges.
 
Fuera de ese ambiente es muy difícil, si no imposible, que un muchacho se desarrolle pertinentemente. Y el centro escolar o el club juvenil, a duras penas colmarán el déficit causado por el vacío de amor de los padres.
 
Dentro de este contexto, me parecen concluyentes y luminosas las convicciones expresadas por Ugo Borghello: «Cuando se trae a un hijo al mundo, se contrae la obligación de hacerlo feliz. Para lograrlo […] existe sobre todo el deber de hacer feliz al cónyuge, incluso con todos sus defectos. Para ser felices, los hijos necesitan ver felices a sus padres. El hijo no es feliz cuando se lo inunda de caricias o de regalos, sino sólo cuando puede participar en el amor dichoso de los padres. Si la madre está peleada con el padre, aun cuando luego cubra de arrumacos a su hijo, éste experimentará una herida profunda: lo que quiere es participar en la familia, en el amor de los padres entre sí. En consecuencia, engendrar un hijo equivale a comprometerse a hacer feliz al cónyuge».
 
El derecho esencial de los hijos
 
Como consecuencia de ese querer recíproco, y apoyados en él, los padres podrán enderezar un afecto profundo y vigoroso hacia cada uno de los hijos. ¿Cuáles han de ser las características de tal amor?
 
De acuerdo con la ya clásica descripción aristotélica, se ama a una persona cuando se procura y se le ofrenda lo que es realmente bueno para ella. No lo que viene a suplir la falta de auténtica dedicación al ser querido, sino lo que efectivamente lo hace crecer, lo mejora, lo perfecciona. A este amor nuestros hijos tienen un derecho absoluto.
 
Pero no tienen derecho, porque implicaría una falsificación del genuino cariño, ni al premio desmesurado por las buenas calificaciones, ni a la paga desmedida, ni a la moto o al coche cuando todavía no son responsables en otros ámbitos de su existencia, etcétera.
 
Porque a lo único que éstos tienen derecho es ¡a nuestra propia persona! O, si se prefiere, a lo más personal de nosotros: a nuestro tiempo, dedicación, interés, a nuestro consejo, a nuestro diálogo, al ejercicio razonado de nuestra autoridad, a la fortaleza para no flaquear cuando —por obligación inderogable— hemos de hacerles sufrir para provocar su maduración, a nuestra intimidad personal, a introducirse efectivamente en nuestras vidas...
 
Una hija que va creciendo —por ejemplo—, tiene derecho a que su padre le dé a conocer a su madre como mujer, a través de sus ojos de marido enamorado. Lo cual alimentará el cariño y la admiración de la joven por la madre, la confianza entre padre e hija; y también la preparará para su vida de relación con los chicos y su posible futuro como esposa y madre.
 
De igual forma, desde muy pronto y más conforme pasan los años, los hijos se verán enriquecidos cuando los hagamos partícipes de nuestros problemas personales no sólo en la medida en que estén capacitados para conocerlos, sino cuando sinceramente les pidamos su opinión y consejo.
 
Esta rigurosa relación interpersonal, en la que, por expresarlo de algún modo, «bajamos la guardia», les es asimismo debida en justicia, por cuanto resulta imprescindible para su crecimiento eficaz.
 
Todo lo que sea «intercambiar» esa entrega comprometida por regalos o concesiones irresponsables, equivale, en el sentido más fuerte y literal de la expresión, a comprar a nuestros hijos y, como consecuencia, a prostituirlos, tratándolos como cosas y no como personas.
 
Esto, dicho sea de paso, destruye cualquier ambiente familiar, porque la lógica del «intercambio», del do ut des mercantilista e interesado, es lo más opuesto a la gratuidad del amor que debe imperar en el hogar.
 
Confiar sin fingimientos
 
Lo que el cariño hacia los hijos exige es que nos pongamos personalmente en juego, que estemos dispuestos a sufrir para poder amar y cumplir el cometido esencial que por naturaleza nos corresponde.
 
Son muchísimas las personas que aseguran en la teoría y en la práctica esta ley fundamental: en la actual condición del ser humano, el sufrimiento, el dolor, es un medio imprescindible para purificar nuestro amor.
 
Tenemos un ejemplo paradigmático en Jesucristo. Baste con añadir estas palabras de Juan Pablo II: «En la intención divina los sufrimientos están destinados a favorecer el crecimiento del amor y, por esto, a ennoblecer y enriquecer la existencia humana. El sufrimiento nunca es enviado por Dios con la finalidad de aplastar, ni disminuir a la persona humana o impedir su desarrollo. Tiene siempre la finalidad de elevar la calidad de su vida, estimulándola a una generosidad mayor».
 

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