sábado, 14 de agosto de 2010

EL PEOR ENEMIGO DE LA IGLESIA

Los textos bíblicos de esta Liturgia eucarística de la solemnidad de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, en su gran riqueza, ponen de relieve un tema que se podría resumir así: Dios está cerca de sus fieles servidores y los libra de todo mal, y libera a la Iglesia de las potencias negativas. Es el tema de la libertad de la Iglesia, que presenta un aspecto histórico y otro más profundamente espiritual.


Esta temática atraviesa toda la Liturgia de la Palabra de hoy. La primera y la segunda lectura hablan, respectivamente, de san Pedro y de san Pablo subrayando precisamente la acción liberadora de Dios respecto de ellos. Especialmente, el texto de los Hechos de los Apóstoles describe con abundancia de detalles la intervención del ángel del Señor, que libera a Pedro de las cadenas y le lleva fuera de la cárcel de Jerusalén, donde le había hecho encerrar, bajo estrecha vigilancia, el rey Herodes (cfr Hch 12,1-11). Pablo, en cambio, escribiendo a Timoteo cuando ya siente cercano el fin de la vida terrena, hace un balance conclusivo de ella, en el que se ve que el Señor siempre ha estado cerca de él, le libró de muchos peligros y aún lo librará introduciéndole en su Reino eterno (cfr 2 Tm 4, 6-8.17-18). El tema está reforzado por el Salmo responsorial (Sal 33), y encuentra un particular desarrollo también en el pasaje evangélico de la confesión de Pedro, allí donde Cristo promete que las potencias de los infiernos no prevalecerán sobre su Iglesia (cfr Mt 16,18).


Observando bien se nota, respecto a esta temática, una cierta progresión. En la primera Lectura se narró un episodio especifico que muestra la intervención del Señor para liberar a Pedro de la prisión; en la segunda Pablo, sobre la base de su extraordinaria experiencia apostólica, se dice convencido de que el Señor, que ya le libró “de la boca del león”, le librará “de todo mal” abriéndole las puertas del Cielo; en el Evangelio en cambio ya no se habla de los Apóstoles en singular, sino de la Iglesia en su conjunto y de su seguridad respecto a las fuerzas del mal, entendidas en sentido amplio y profundo. De esta forma vemos que la promesa de Jesús - “los poderes del infierno no prevalecerán” sobre la Iglesia – comprende tanto las experiencias históricas de persecución sufridas por Pedro y Pablo y por otros testigos del Evangelio, sino que va más allá, queriendo asegurar la protección sobre todo contra las amenazas de orden espiritual; según cuanto el mismo Pablo escribe en la Carta a los Efesios: "Nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio" (Ef 6,12).


En efecto, si pensamos en los dos milenios de historia de la Iglesia, podemos observar que – como lo había predicho el Señor Jesús (cfr Mt 10,16-33) – nunca han faltado las pruebas a los cristianos, que en algunos periodos y lugares han asumido el carácter de verdaderas y auténticas persecuciones. Estas, sin embargo, a pesar de los sufrimientos que provocan, no constituyen el peligro más grave para la Iglesia. El mayor daño, de hecho, lo padece ésta de lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, erosionando la integridad del Cuerpo místico, debilitando su capacidad de profecía y de testimonio, empañando la belleza de su rostro. Esta realidad está atestiguada  ya por el epistolario paulino. La Primera Carta a los Corintios, por ejemplo, responde precisamente a algunos problemas de divisiones, de incoherencias, de infidelidades al Evangelio que amenazan seriamente a la Iglesia. Pero también la Segunda Carta a Timoteo – de la que hemos escuchado un pasaje – habla de los peligros de los “últimos tiempos”, identificándolos con actitudes negativas que pertenecen al mundo y que pueden contagiar a la comunidad cristiana: egoísmo, vanidad, orgullo, apego al dinero, etc. (cfr 3,1-5). La conclusión del Apóstol es determinante: los hombres que operan el mal – escribe – "no irán lejos, porque su insensatez se pondrá de manifiesto como la de aquellos” (3,9). Hay por tanto una garantía de libertad asegurada por Dios a la Iglesia, libertad tanto de los lazos materiales que buscan impedir o coartar su misión, como de los males espirituales y morales, que pueden erosionar la autenticidad y la credibilidad.


El tema de la libertad de la Iglesia, garantizada por Cristo a Pedro, tiene también una relación especifica con el rito de imposición del Palio, que hoy renovamos para treinta y ocho arzobispos metropolitanos, a los cuales dirijo mi más cordial saludo, extendiéndolo con afecto a cuantos han querido acompañarles en esta peregrinación. La comunión con Pedro y sus sucesores, de hecho, es garantía de libertad para los pastores de la Iglesia y para las propias comunidades confiadas a ellos. Lo es en los dos planos puestos en claro en las reflexiones precedentes. 

En el plano histórico, la unión con la Sede Apostólica asegura a las Iglesias particulares y a las Conferencias Episcopales la libertad respecto a poderes locales, nacionales o supranacionales, que pueden en ciertos casos obstaculizar la misión de la Iglesia. Además, y más esencialmente, el ministerio petrino es garantía de libertad en el sentido de la plena adhesión a la verdad, a la auténtica tradición, para que el Pueblo de Dios sea preservado de errores referidos a la fe y a la moral. El hecho por tanto de que, cada año, los nuevos metropolitanos vengan a Roma a recibir el Palio de manos del Papa va incluido en su significado propio, como gesto de comunión, y el tema de la libertad de la Iglesia nos ofrece una clave de lectura suya particularmente importante. Esto parece evidente en el caso de Iglesias marcadas por persecuciones, o también sometidas a injerencias políticas o a otras duras pruebas. Pero esto no es menos relevante en el caso de comunidades que sufren la influencia de doctrinas engañosas, o de tendencias ideológicas y prácticas contrarias al Evangelio. El Palio por tanto se convierte, al mismo tiempo, en prenda de libertad, de forma análoga al “yugo” de Jesús, que Él invita a tomar, cada uno sobre sus hombros (cfr Mt 11,29-30). Como el mandamiento de Cristo – aún exigente – es "dulce y ligero" y, en lugar de pesar sobre quien lo lleva, lo levanta, así el vínculo con la Sede Apostólica – aún comprometido – sostiene al Pastor y a la porción de Iglesia confiada a sus cuidados, haciéndoles más libres y más fuertes.

Quisiera sacar una última indicación de la Palabra de Dios, en particular de la promesa de Cristo de que las potencias del infierno no prevalecerán sobre su Iglesia. Estas palabras pueden tener también un significativo valor ecuménico, desde el momento en que, como señalaba hace poco, uno de los efectos típicos de la acción del Maligno es precisamente la división dentro de la Comunidad eclesial. Las divisiones, de hecho, son síntomas de la fuerza del pecado, que sigue actuando en los miembros de la Iglesia también después de la redención. Pero la palabra de Cristo es clara: "Non praevalebunt – no prevalecerán" (Mt 16,18). La unidad de la Iglesia está arraigada en su unión con Cristo, y su causa de la plena unidad de los cristianos – que siempre hay que buscar y renovar, de generación en generación – está también sostenida por su oración y por su promesa. En la lucha contra el espíritu del mal, Dios nos entregó en Jesús al “Abogado” defensor, y, después de su Pascua, “otro Paráclito" (cfr Jn 14,16), el Espíritu Santo, que permanece con nosotros para siempre y que conduce a la Iglesia hacia la plenitud de la verdad (cfr Jn 14,16; 16,13), que es también la plenitud de la caridad y de la unidad. Con estos sentimientos de confiada esperanza, estoy contento de saludar a la Delegación del Patriarcado de Constantinopla, que, según la bella costumbre de las visitas recíprocas, participa en las celebraciones de los Santos Patronos de Roma. Demos juntos gracias a Dios por los progresos en las relaciones ecuménicas entre católicos y ortodoxos, y renovemos el compromiso de corresponder generosamente a la gracia de Dios, que nos lleva a la comunión plena.


Queridos amigos, os saludo cordialmente a cada uno de vosotros: señores cardenales, hermanos en el Episcopado, señores embajadores y autoridades civiles, en particular al Alcalde de Roma, sacerdotes, religiosos y fieles laicos. Os doy las gracias por vuestra presencia. Que los santos Apóstoles Pedro y Pablo os obtengan amar cada vez más a la santa Iglesia, cuerpo místico de Cristo Señor y mensajera de unidad y de paz para todos los hombres. Que os concedan también ofrecer con alegría, por su santidad y su misión, las fatigas y los sufrimientos soportados por la fidelidad al Evangelio. Que la Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, vele siempre sobre vosotros, en particular sobre el ministerio de los arzobispos metropolitanos. Que con su ayuda celestial podáis vivir y actuar siempre en esa libertad, que Cristo nos ha conseguido. Amen.


BENEDICTO XVI

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