Llevábamos un buen rato charlando. Habíamos saltado de un tema a otro caprichosa y amigablemente cuando, de forma inesperada, me comunicó su verdadero proyecto:
-“A mí me gustaría morirme a los veintisiete años”.
Me dejó de piedra: ¡“...a los veintisiete...”! Quien así se expresaba era un chaval simpático, de natural alegre, ilusionado con muchas cosas y metido en todas las salsas. A una velocidad vertiginosa empezaron a desfilar por mi cabeza posibles motivos que pudieran haberle llevado a desear tal despropósito. No los encontré. Los estudios no le iban mal; no es que le preocupasen demasiado, pero iba sacando las asignaturas. Era el pequeño de una familia aparentemente normal. Además, contaba con medios económicos, y no tendría el más mínimo problema en encontrar el apoyo necesario para abrirse camino y cualificarse profesionalmente en lo que a él más le gustase. Se llevaba bien con el numeroso grupo de compañeros con el que salía; es más, tenía una situación privilegiada entre ellos al ser uno de los pocos que tenía moto, circunstancia que a esa edad le situaba en un cierto estatus favorable con respecto a los demás. En fin, no conseguía encontrar algo que me diera la clave para entenderle.
No es que me parase a deliberar; más bien fueron unos segundos en los que, aprovechando una breve pausa que se tomó, la cabeza se me disparó en la búsqueda de un porqué.
Su momento de silencio era lógico; encontrar palabras para desvelar las confusas sensaciones íntimas no resulta siempre fácil y es algo lento:
-“Ahora no tengo problemas; la vida me va bien, me divierto y hago más o menos lo que quiero. Pero... por lo que he visto, a partir de los veinticinco años las cosas se van complicando, vas asumiendo responsabilidades, empiezan los problemas ... y tienes que resolverlos, por que si no cada vez las cosas se ponen más difíciles.”
Ya estaba claro: la edad de los veintisiete años representaba la franja que limitaba las regiones del disfrutar fácil y difícil. Aquello me tranquilizó; hasta ese momento temía por la salud psíquica de mi interlocutor; ahora veía que se trataba, sin más, de una de tantas víctimas de esa filosofía de la vida a la que solemos referirnos con el carpe diem, eso que coloquialmente llamamos vivir a tope.
El ‘vivir a tope’ o ‘carpe diem’
Carpe diem, aprovechar el momento, exprimir el minuto presente sacándole todo el jugo de disfrute que sea capaz de proporcionar, es una de las formas de plantearse la vida. Tiene muchas versiones, y todas ellas responden a la misma situación: la ausencia de un algo que dé sentido a la totalidad de la existencia. Como no se es capaz de enfrentarse con la totalidad, se opta por vivir al momento.
La película ‘El club de los poetas muertos’ ya plantea esta filosofía de la vida y algunas de sus consecuencias. Vale la pena recordar el texto ‘para ser leído al comienzo de las reuniones del club de los poetas muertos’, por lo gráfico que resulta:
“Fui a los bosques porque quería vivir a conciencia, quería vivir a fondo y extraer todo el meollo a la vida, dejar de lado todo lo que no fuera la vida, para no descubrir en el momento de la muerte que no había vivido”.
Esta declaración de principios admite diversas lecturas. El espíritu del carpe diem tiene su propia clave de interpretación. Por ‘vivir a conciencia’ se entiende ‘vivir de acuerdo con lo que a mí me parece en cada ocasión’; por ‘vivir a fondo’ se entiende ‘vivir a tope, vivir todas las experiencias posibles –sean las que sean-’; por ‘extraer todo el meollo a la vida’ se entiende ‘extraer todo el placer y disfrute a la vida’; por ‘dejar de lado todo lo que no fuera la vida’ se entiende ‘dejar de lado todo lo que no es alegría y placer’; y por ‘para no descubrir en el momento de la muerte que no había vivido’ se entiende ‘para que cuando todo se acabe con la muerte no descubra que he sido un pringado’. De esta interpretación resulta la propuesta siguiente:
“Dejé el mundo civilizado de los mayores porque quería vivir de acuerdo con mis propios criterios, quería vivir a tope –mientras el cuerpo aguante- todas las experiencias posibles, y extraer todo el placer y disfrute que es capaz de ofrecer la vida, dejar de lado todo lo no apetecible y divertido, para no tener la impresión -cuando todo se acabe con la muerte- de haber sido un pringado: ya que todos acabamos igual –bajo tierra- el que no aproveche para montarse aquí su pequeño paraíso... ha hecho el tonto”.
Mi amigo había asumido estos planteamientos; su error consistía en llevar tales planteamientos al futuro: la edad en la que se puede prever que vivir no va a ser rentable, el momento de la vida que no va a ser capaz de ofrecer ventajas de disfrute, el año a partir del cual la balanza del placer y sufrimiento se va a inclinar previsiblemente por el platillo del sufrimiento...; en ese momento, no compensará seguir adelante. De forma también gráfica y sintética lo expresaba la anónima pintada que parecía gritar con sus marcados rasgos rojos sobre el fondo blanco de una gran pared junto a la estación de metro que frecuento:
“Disfruta de la vida y muere joven”.
Mi amigo y la pintada eran congruentes, pero también es verdad que visto desde otro ángulo no lo eran: vivir al momento se contradice con hacer planes de futuro. Por eso esta filosofía de la vida no suele presentarse con rasgos trágicos. Sus versiones más frecuentes son pacíficas y seductoras.
“¿Por qué haces todo esto?”, cuando he hecho esta pregunta, sin referirme a nada concreto, sino en general -porqué vives así, porqué te esfuerzas en esta línea, porqué te comportas habitualmente de este modo determinado, porqué estás haciendo lo que haces...- en muchas ocasiones he recibido una respuesta de este tipo: “-Pues... no lo sé; por nada en concreto; la verdad es que igual que vivo así, podría hacer casi lo contrario”.
Esta es otra versión del carpe diem, como lo es el vivir pendiente casi exclusivamente en la inmediatez del fin de semana siguiente, o el estúpido vivir al día –el estúpido, no el sabio vivir en el presente-, o el alocado hacer las cosas porque me resultan divertidas ahora sin pensar en las consecuencias –ni siquiera en las del día siguiente-, o tantas otras vidas en las que se esquiva enfrentarse con la totalidad de la existencia, en las que se evade la pregunta por su sentido.
Algunos pensadores contemporáneos afirman que estamos viviendo un momento de decadencia cultural, como lo fue, por ejemplo, el fin del imperio romano. No sé si será cierto, pero lo que sí es verdad es que una característica de la decadencia cultural es la pérdida del sentido de la existencia, y hoy día es ésta una situación más frecuente de lo que sería deseable: son muchos los que no saben para qué viven, los que se sienten extraños en este mundo, extraños o... como de sobra.
Cuando he mantenido conversaciones sobre estas cuestiones con grupos de gente joven, en ocasiones me han planteado: ‘Pero... no vamos a vivir con todo el peso de la vida encima, agobiados por el futuro, plateándonos ahora todos los problemas que puedan surgirnos a lo largo de la vida’. Y tienen razón. Pero la alternativa al carpe diem no es esa. Vivir agobiados no es sano, y es el que lleva al característico escepticismo del humor de Mafalda: en cierta ocasión, cuando ve un niño recién nacido acostado en su cochecito de paseo, reflexiona que es lógico que los niños nazcan y vivan acostados, porque no hay quien aguante de pié el porvenir que les espera en esta vida.
La verdadera alternativa no es una aburrida prudencia adulta, sino sencillamente vivir sabiendo quién soy y qué es el mundo, quién quiero ser y qué se espera de mí, cuál es el sentido de que yo esté aquí, qué me va a hacer verdaderamente feliz. Quien vea en estas cuestiones algo agobiante, en vez de ver en ellas lo que son –camino de libertad- es que no las ha entendido.
En mis años de universidad me contaba un amigo de Ciencias el experimento que acababan de realizar en su facultad. Tratando de probar no sé qué principios, habían instalado en unas jaulas un dispositivo que al contacto con un ser vivo soltaba una ligera descarga eléctrica. Uno de los efectos de estas descargas era el placer que producía al animal en cuestión. Las ratas encerradas en aquella jaula se acercaban al dispositivo una y otra vez. Al mismo tiempo, las descargas iban matando su organismo: el estado de las ratas se deterioraba ostensiblemente tras cada serie de descargas, y el malestar en ellas iba en aumento. A pesar de todo, era inevitable que las ratas siguiesen acudiendo a tomar sus descargas, hasta morir electrocutadas todas ellas. Es un ejemplo del carpe diem del animal irracional. Por supuesto que el carpe diem de los seres humanos no es exactamente igual, ya que la ventaja de ser racional le permite calcular. Pero, en el fondo, ¿no se mueven en un nivel similar de sinsentido? ¿No es la vida mucho más que un calculo inteligente de placeres y apetencias?
EL SENTIDO DE LA VIDA
JUAN LUIS LORDA
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