miércoles, 6 de octubre de 2010

SERVIDORES DE LA CONCIENCIA



            No es infrecuente apelar a la conciencia como justificante de nuestros actos. En su histórico viaje a Gran Bretaña, el Papa ha tratado diversos temas, aunque se puede afirmar que unos pocos han sido el eje vertebrador de sus homilías y discursos: santidad y fidelidad de sacerdotes y  laicos a su misión,  y ecumenismo. Pero, y más por tratarse de un país de mayoría no católica, sobresale el tema de  la necesidad de lealtad a la propia conciencia, lo que exige el mutuo requerimiento de fe y razón para que la "dictadura del relativismo" no oscurezca la verdad inmutable sobre la naturaleza del hombre, sobre su destino y bien último, y la verdad rija toda conciencia.

            Escuchar estas afirmaciones en la Misa celebrada en Glasgow no parecería sorprendente, pero es admirable oírlo en Westminster Hall ante los miembros de las dos Cámaras, gobierno, anteriores primeros ministros y cuerpo diplomático. Hablaba  donde se condenó a muerte a Tomás Moro por fidelidad a su conciencia antes que a los dictados del rey. Puso en su sitio a Dios y al César. Y de ahí partió su discurso para reflexionar sobre el lugar apropiado de las creencias religiosas en el proceso político.  El cardenal Newman, que iba a beatificar, fue  otro adalid de la lealtad a  la conciencia que busca y vive la verdad sin miedo, lo que le condujo al catolicismo. Con esa rectitud se dirigió el Papa al Parlamento británico. Partiendo de la vigencia de Moro, alabó las grandes aportaciones sajonas a valores como la libertad de expresión, de afiliación política, al respeto por el papel de la ley, a su profunda atención a los deberes y derechos individuales y a la igualdad de todos ante la ley. Delicadamente omitió que, durante siglos,  los católicos carecieron de carta de ciudadanía en el Reino Unido.

            Observó que la Doctrina Social de la Iglesia tiene mucho en común con esos valores a causa de su preocupación primordial por la dignidad de la persona y por su énfasis al tratar los deberes de la autoridad en orden al bien común.  Fiel a su conciencia, volvió sobre las cuestiones en juego en la causa de Moro, que tienen hoy notable validez: ¿Qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos de manera razonable? ¿Qué alcance pueden tener esas obligaciones? ¿En nombre de qué autoridad pueden resolverse los dilemas morales? Porque si los principios éticos sólo se cimentan en el consenso, todo el proceso democrático es frágil e inseguro. Ahí, afirmaba Benedicto XVI, reside el verdadero desafío para la democracia. Pienso que se juega su propia subsistencia.

            La crisis económica está mostrando su origen inmoral y la percepción de que "toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral". Igualmente, ningún gobierno puede ignorar las consecuencias éticas de la acción política. Llegado aquí,  volvía a interrogarse: ¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las decisiones políticas? Reafirmó la tradición católica  manteniendo que las normas objetivas para la acción justa de un gobierno son accesibles a la razón prescindiendo del contenido de la revelación.  El papel de la religión no es proporcionar normas para el debate político, mucho menos proponer soluciones  concretas. La acción de la Iglesia  ayuda a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos cuando se desdibujan, como se emborronó la dignidad con la esclavitud,  la vida por las guerras o la libertad con los totalitarismos. 

            Tal cometido puede  asediarse doblemente: un modo sería la deformación de la  religión por causa de sectarismo o fundamentalismo,  generadores de tensiones sociales. Otro consistiría en no entender la ayuda correctora de la religión cuando la razón es presa de distorsiones ocasionadas por algunas ideologías o por su mala aplicación con detrimento de la persona. Ese doble error puede evitarse con un continuo diálogo entre fe y razón, dos mundos que se necesitan sin miedo del uno al otro, sin pensar que la razón del no creyente no puede acceder a los principios morales objetivos.
            Es preciso obviar todo fundamentalismo y saber que la religión  no es  problema a solucionar por los legisladores, sino  contribución al debate nacional. En este contexto se entiende  que pida a los católicos actuar conforme a  su conciencia -tan deformable  como la de los no católicos-, que no se relegue la fe a la esfera privada ni que se solicite de nadie obrar contra su conciencia. Cualquiera de estas posibilidades serían signos preocupantes  del fracaso en el aprecio a los derechos de los creyentes, a la libertad de sus conciencias y a la libertad religiosa, pero también al legítimo papel de la religión en la vida pública y a la propia democracia.

            Con  estima y respeto a los valores aportados por la cultura anglosajona,  el Papa habló como un líder  de la libertad de las conciencias al estilo de Tomás Moro y de  Newman, dos británicos notables  que, por fidelidad a su conciencia, atendieron a Dios y al César, pero eligiendo antes a Dios, lo que constituye la mejor garantía del servicio cabal al César. Cameron le agradeció haberles sentado a pensar.

PABLO CABELLOS, Dr.  en Teología
LAS PROVINCIAS

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