Los verdaderos “grandes” de todos los tiempos han sido los misericordiosos, los capaces de experimentar una auténtica compasión. Ésta se olvida del incomodo, del malestar o del disgusto que se puede sentir ante quien perturba con su dolor el propio aburguesamiento. La verdadera compasión mueve no solo al sentimiento sino a la acción; y puede llevar a la entrega de la propia vida, con detalles concretos y a diario, por el otro.
Matthias Grünewald fue un pintor que pasó bastante inadvertido en su tiempo. A principios del s. XVI realizó una escena de la crucifixión para el retablo del altar de Isenheim, Alsacia. De esa pintura escribió Joseph Ratzinger en 1999 que es «el cuadro de la crucifixión más conmovedor de toda la cristiandad».
La Virgen sostenida en los brazos de San Juan y la Magdalena que eleva sus manos y las retuerce por el dolor, con el vaso de alabastro a sus pies, están los tres a nuestra izquierda.
A la derecha Juan Bautista mira al espectador y le señala al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; sobre su brazo están escritas las palabras: “Conviene que el crezca y que yo disminuya"; a sus pies, un pequeño cordero lleva una cruz y derrama su sangre sobre el cáliz.
Este cuadro se encontraba en un convento donde iban a parar los enfermos afectados de las epidemias de peste bubónica durante la baja Edad Media. «El crucificado —señala Ratzinger— está representado como uno de ellos, torturado por el mayor dolor de aquel tiempo, el cuerpo entero plagado de bubones de la peste. Las palabras del profeta cuando dijo que en él estaban nuestras heridas, encontraron su cumplimiento. Ante esta imagen rezaban los monjes, y con ellos los enfermos, que encontraban consuelo al saber que, en Cristo, Dios había sufrido con ellos. Este cuadro hacía que a través de su enfermedad se sintiesen identificados con Cristo, que se hizo una misma cosa con todos los que sufren a lo largo de la historia; experimentaron la presencia del crucificado en la cruz que ellos llevaban, y su dolor les introdujo en Cristo, en el abismo de la misericordia eterna. Experimentaron la cruz que debían soportar como su salvación» (Vía Crucis, J. Ratzinger, H.U. von Balthasar, L. Giussani y J.H. Newman, ed. Encuentro, Madrid 1999, p. 14).
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Dice el diccionario del castellano que la compasión es el “sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias”. Al margen del diccionario hay actualmente otro uso menos correcto del término, más aún, contrario a él, cuando se vincula la pena o la compasión a cierto desprecio. Así cuando alguien le dice a otro: “me das pena” o “eres patético”, en el sentido de “me saca de quicio tu debilidad”. En este caso lo importante no es la situación del débil o del enfermo, sino el sentimiento molesto, experimentado por el que habla. En esa medida este uso manifiesta egoísmo, individualismo e inhumanidad.
La verdadera compasión hacia el que está necesitado se espera de toda persona, porque compadecerse es propio de la “humanidad”. Ser capaces de compadecer nos hace solidarios con los demás, acrecienta la mente y el corazón, nos hace más grandes. Los verdaderos “grandes” de todos los tiempos han sido los misericordiosos, los capaces de experimentar una auténtica compasión. Ésta se olvida del incomodo, del malestar o del disgusto que se puede sentir ante quien perturba con su dolor el propio aburguesamiento. La verdadera compasión mueve no solo al sentimiento sino a la acción; y puede llevar a la entrega de la propia vida, con detalles concretos y a diario, por el otro.
Esto es así porque, ante todo, la compasión es una característica esencial de Dios y su obrar. De hecho, como ha señalado Benedicto XVI, «solo un Dios que nos ama hasta tomar sobre sí nuestras heridas y nuestro dolor, sobre todo el inocente, es digno de fe».
Lo subraya de nuevo en su mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo, de este año 2011. Unas palabras de la Primera Carta de San Pedro enuncian el tema que se ha propuesto: “Por sus llagas habéis sido curados" (1Pe 2,24). El Papa observa que «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana» (Spe salvi, 38).
Con su resurrección —sigue explicando— Jesús no ha quitado el sufrimiento ni el mal del mundo, sino que los ha vencido de raíz por medio de su amor. Y evocando a San Bernardo, afirma: «Dios, la Verdad y el Amor en persona, quiso sufrir por nosotros y con nosotros; se hizo hombre para poder com-padecer con el hombre, de modo real, en carne y sangre».
En el mismo mensaje, mirando a su cita con los jóvenes en Madrid, el próximo agosto, les dirige unas palabras sobre el dolor. Admite que, con frecuencia, la Pasión y la Cruz de Jesús dan miedo, porque parecen la negación de la vida. «¡En realidad, es exactamente al contrario! La Cruz es el ‘sí’ de Dios al hombre, la expresión más alta y más intensa de su amor y la fuente de la que brota la vida eterna. Del corazón atravesado de Jesús ha brotado esta vida divina. Solo Él es capaz de liberar el mundo del mal y de hacer crecer su Reino de justicia, de paz y de amor al que todos aspiramos». Por todo ello invita a los jóvenes a saber reconocer a Jesús en la Eucaristía y al mismo tiempo en los pobres, los enfermos y los necesitados.
Y a los enfermos les confía: «Sentid la cercanía de este Corazón lleno de amor y beber con fe y alegría de esta fuente, rezando: ‘Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, fortifícame. Oh buen Jesús, escúchame. En tus llagas, escóndeme’ (Oración de san Ignacio de Loyola)… Junto a él vele a vuestro lado la Virgen María, a la que invocamos con confianza como Salud de los enfermos y Consoladora de los afligidos».
También San Juan de Ávila y otros santos comprendieron y vivieron esa cercanía con las llagas de Cristo. Desde los años treinta aconsejaba San Josemaría: «Métete en las llagas de Cristo Crucificado. —Allí aprenderás a guardar tus sentidos, tendrás vida interior, y ofrecerás al Padre de continuo los dolores del Señor y los de María, para pagar por tus deudas y por todas las deudas de los hombres» (Camino, 288).
En el Ángelus del domingo 6 de febrero, el Papa resumía el sentido de la redención obrada por Cristo: «Dios se opone radicalmente a la prepotencia del mal. El Señor cuida del hombre en cada situación, comparte el sufrimiento y abre el corazón a la esperanza». Así se ilumina, para los cristianos y todos los hombres, la actitud fundamental ante los enfermos y necesitados: «Según la fe y la razón, la dignidad de la persona es irreducible a sus facultades o a las capacidades que pueda manifestar, y por tanto no disminuye cuando la propia persona es débil, inválida y necesitada de ayuda».
Quizá por eso decía Teresa de Calcuta que la mayor miseria consiste en no saber amar. Los ciegos y sordos ante las necesidades de los demás, de los enfermos y de los pobres, los que miran para otro lado y solo se preocupan de sí mismos, sí, esos también deben suscitar compasión de la buena.
Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra
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