Te comento la preciosa narración de los Hechos 8, 26-40.
Un ministro de la reina de Etiopía había estado en Jerusalén para cumplir sus deberes religiosos y adorar a Dios en el templo; debía ser, por tanto, judío o temeroso de Dios. Preparó la caravana y dispuso todo rumbo al sur, en dirección a su propio país. Era un hombre bastante afamado, administrador de los tesoros de la reina, un funcionario competente. Leía la Escritura: en concreto, el libro del profeta Isaías.
Felipe, por su parte, recibió un mensaje de Dios en su oración: «acércate a esa caravana que va por el camino de Jerusalén a Gaza». Felipe obedeció con prontitud. Se situó cerca del etíope, convirtiéndose así en su compañero de viaje. Iban los dos juntos, pero fue Felipe quien rompió el hielo al preguntarle si comprendía lo que leía.
«¿Cómo voy a entenderlo, si nadie me lo explica?». La sincera respuesta del etíope motivó que Felipe le explicara el misterio central del cristianismo. El cordero que no abrió la boca, el cordero que murió humilde, aquel animal que ofreció su vida por los pecados de todos es, en realidad, Jesucristo, nacido en Belén, educado en Nazaret, que vivió en Cafarnaúm y pasó por la tierra haciendo el bien. Murió en la cruz y ahora vive para siempre. Ha resucitado. Felipe le explicó las Escrituras probablemente de modo muy semejante a como Jesús lo había hecho poco antes con los discípulos de Emaús. Le contó todo lo que en el texto sagrado se refiere a Cristo.
El etíope escuchaba con tal grado de entusiasmo que, casi antes de que el misionero venido de Dios acabara, le interrumpió pidiéndole el bautismo. Le había convencido. La alegría colmó el alma del funcionario de tal modo que será él mismo quien comenzará la extensión del cristianismo en Etiopía, una de las regiones de fe católica más antiguas del mundo.
Todo se inició gracias a la docilidad de Felipe a la voz de Dios, escuchada en su oración. Fue eso lo que le permitió estar cerca de su contemporáneo cuando este, de algún modo, se quejaba: ¡cómo voy a entender si nadie me lo explica!
Tampoco nuestros compañeros de trabajo o de estudios pueden entender nada si nadie se lo explica. ¿Estás tú cerca de ellos para explicárselo? ¿Tienes la suficiente formación para poder hacerlo? ¿Comprendes algo de tu fe católica?
2. Felipe pudo iluminar la conciencia del etíope porque poseía una fe verdadera e íntima, vivida y formada. Había conocido a Cristo y había estudiado las Escrituras. Para ser seguidor de Cristo hay que vivir la fe e, indudablemente, eso requiere estudiarla.
«No basta ser cristianos por el bautismo recibido o por las condiciones histórico-culturales donde se ha nacido o se vive. Poco a poco se crece en años y en cultura, se asoman a la conciencia problemas nuevos y exigencias nuevas de claridad y certeza. Es necesario, pues, buscar responsablemente las motivaciones de la propia fe cristiana. Si no se llega a ser personalmente conscientes y no se tiene la comprensión adecuada de lo que se debe creer y de los motivos de la fe, en cualquier momento todo puede hundirse fatalmente y ser echados fuera, a pesar de la buena voluntad de padres y educadores. Por eso, os digo: emplead bien vuestra inteligencia, esforzaos por lograr convicciones concretas y personales, no perdáis el tiempo, profundizad en los motivos y fundamentos de la fe en Cristo y en la Iglesia, para ser fuertes ahora y en vuestro futuro»[23].
Este momento de oración es excelente para hacer sinceramente –aquí, ahora– un examen de conciencia a propósito de nuestra preocupación por la formación: ¿Empleo toda mi inteligencia? ¿Aprovecho el tiempo, dedicando algunos ratos a la semana a conocer mejor lo que creo? ¿Profundizo en mi fe, yendo a fondo, tratando de comprender las verdades del Catecismo?
3. Para formarse es fundamental la humildad: ser conscientes de que siempre podemos crecer en el conocimiento de Dios, ser lo suficientemente sencillos para reconocer como verdaderas las proposiciones de la Iglesia e intentar comprenderlas, no desanimarse ante la imposibilidad de vivir determinadas doctrinas o ante la incomprensión de personas que, siendo ateas, parecen tan seguras de sí mismas y arrogantes para con los demás.
De la necesidad de ser humildes y formarnos bien nos habla esta anécdota, ocurrida a finales de 1892. Un señor de unos 70 años viajaba en tren y tenía a su lado a un joven universitario que iba leyendo un libro de ciencias. El caballero, a su vez, leía un libro de portada negra. Cuando el joven percibió que se trataba de la Biblia y que estaba abierta en el evangelio de Marcos, sin mucha ceremonia, interrumpió la lectura del viejo y le preguntó:
—Señor, ¿usted todavía cree en ese libro lleno de fábulas y cuentos?
—Sí, pero no es un libro de cuentos, es la Palabra de Dios. ¿Estoy equivocado?
—¡Pero claro que lo está! Creo que usted debería estudiar Historia Universal. Vería que la Revolución Francesa, ocurrida hace más de 100 años, mostró la miopía de la religión. Solamente personas sin cultura creen todavía que Dios hizo el mundo en 6 días. Usted debería conocer un poco más lo que nuestros científicos dicen de todo eso...
—Y... ¿es eso mismo lo que nuestros científicos dicen sobre la Biblia?
—Lo cierto es que, como voy a bajar en la próxima estación, no tengo tiempo de explicárselo con calma, pero déjeme su tarjeta con su dirección y le mandaré material científico por correo con la máxima urgencia.
El anciano entonces, cargado de paciencia, abrió cuidadosamente el bolsillo derecho de su maletín y le dio su tarjeta al muchacho. Cuando este leyó lo que allí decía, salió cabizbajo, sintiéndose peor que una ameba. En la tarjeta, en efecto, estaba escrito:
Profesor Doctor Louis Pasteur
Director General del Instituto de
Investigaciones Científicas
Universidad Nacional de Francia
El mismo Pasteur decía: «Un poco de ciencia nos aparta de Dios. Mucha, nos aproxima».
EVANGELIO
San Juan 6, 44-51
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
—«Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado.
Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ese ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».
No hay comentarios:
Publicar un comentario