domingo, 14 de abril de 2013

María Magdalena


Martes 2 de abril
Octava de Pascua

1. ¿Dónde vas, María? Voy tras el amor. 2. Lo más hermoso es nada, y menos que nada, en comparación con el Amor. 3. Encontrar a Cristo.

1. Voy tras el amor. Es María, la de Magdala, que ha perseguido el amor a fuerza de vivir entregada a su servicio. ¿Gratitud? ¿Generosidad? ¡Gracia! Sí, eso es, don inmerecido de Dios a una mujer que en otro tiempo fue pecadora y hoy es fiel discípula.
María busca a Cristo de madrugada. La primera. La única. No puede hacer otra cosa. Cuando los hombres aún duermen y la ciudad reposa, ella corre al sepulcro, movida por el deseo de verle de nuevo. No hay duda de lo que va a encontrar: una tumba cerrada por una puerta de gran peso imposible de mover. Pero le da igual... Esto lo puede entender solamente quien haya amado de verdad. Verle de nuevo... aunque sea sepultado en tumba o inhumado en tierra. Estar.
¿A qué vas, María, a qué vas? ¿No ves que una piedra inamovible y un cementerio vacío anuncian una visita inútil? Para María esa no es la cuestión y no está dispuesta a discutir, porque sabe que tiene razón –toda– cuando afirma que va por amor tras el amor.
Cuando la de Magdala alcanza el sepulcro, su alma se conmueve ante lo que ve. Su imaginación hebrea es incapaz de suponer –siquiera por sospecha– que Cristo haya resucitado. La tumba está vacía y el cuerpo no está: ¡alguien lo ha robado! ¿Dónde queda la reliquia de mi amor? ¿Dónde? Y rompe a llorar. Se lamenta mientras ruega al Dios de sus padres.
¿Qué puede hacer ahora? Corre a avisar a los discípulos. Los más valientes –los que amaron más a Cristo– suben con ella. Ven. Y marchan de nuevo. María permanece junto al sepulcro. ¿Dónde va a ir? Llora desconsolada, mientras sigue dándole vueltas: ¿quién se lo ha llevado?, ¿quién?, ¿y ahora...?
Una figura, misteriosa al amanecer, se le acerca. Será el hortelano... Sus ojos empañados por las lágrimas no perciben a Cristo en la extraña figura. María mira al suelo mientras sigue llorando desconsolada. Es ella quien se queja: «Si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré».
Está loca. Lo que dice no tiene ningún sentido: con sus solas fuerzas, ¿podría levantar el peso muerto? Es más, ¿su frágil alma soportaría encontrar el cadáver de su amor fuera de ese sepulcro que ella misma había preparado?
María de Magdala está loca, sí, pero es locura de amor. Por eso, muchos siglos después, tú y yo elevamos los ojos al cielo para suplicar al menos un poco –¡una parte!– de la grandeza de alma de esta mujer.
Porque de mi corazón brota el deseo, Jesús mío, de quererte como ella... hay amores y hay Amor... o mejor dicho –queremos experimentarlo así– «no hay más amor que el Amor»[1].

2. ¿Y cuál es ese Amor, merecedor de todos los riesgos, fiel depositario de todas las locuras, que hace capaz a hombres y mujeres del mayor de los esfuerzos?
«He considerado –escribía san Josemaría en sus notas personales de oración– lo más hermoso y grande y atractivo del mundo, lo que place a la inteligencia y a las otras potencias y lo que es recreo de la carne y de los sentidos. Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: todo el Universo»[2].
El santo consideraba en su oración cuanto de bello y agradable hay para la memoria, para la inteligencia y la voluntad. Unámonos tú y yo a ese esfuerzo: un bonito recuerdo, un proyecto apasionante, tus amigos, tus amigas, tantas cosas por realizar. Trae a tu inteligencia lo más hermoso que has visto o has vivido en tu vida. Imagina algo más bello aún, toda la belleza del mundo presente en un solo instante también en nuestra meditación. Mira cómo sigue su oración:
«Y eso junto, con todas las locuras del corazón satisfechas, nada vale, es nada y menos que nada al lado de ¡este Dios mío, tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de Siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía!»[3].
Movidas por este Amor –sí, con mayúscula– obraron las almas de los santos. Así actuó también María Magdalena, protagonista de nuestro evangelio e intrépida docente del ardor sincero y de la entrega renovada. La gracia la renovó por entero y desde entonces jamás quiso faltar a su Dios; fue por ello hecha apóstol de apóstoles.

3. No fue la presencia del hortelano la que inquietó a María. Antes bien halló en ese encuentro un motivo para seguir esperando. Tampoco le turbó la eventual dificultad de tener que arrastrar el cuerpo de Cristo ella sola, sino que, por el contrario, se manifiesta bien dispuesta.
¿Qué fue entonces lo que turbó tu ánimo, María? Su nombre, pronunciado por el Verbo de Dios —¡María! Esa fue la causa del movimiento del alma capaz de tornar su tristeza en regocijo. «La palabra tiene esa inflexión única que Jesús da a cada nombre –también el nuestro– y que lleva aparejada una vocación, una amistad muy singular con Jesús. Jesús nos llama por nuestros nombres, y su entonación es inconfundible»[4].
«Ella se vuelve y le dice: ¡Rabboni!, que significa, Maestro». ¡Por fin ha reconocido a su Amor, que estaba ahí, tan cerca! Cuántas veces estamos tú y yo metidos en mil problemas, en esos estupendos embrollos que liamos con nuestra imaginación. Y lo pasamos mal. Y lloramos –a veces–. Aprendamos de María. Volvámonos también nosotros a Cristo, que está siempre a nuestro lado. Escuchemos su voz que nos llama por nuestro nombre –¡nos ama tanto!–, y retornemos a nuestros quehaceres cotidianos con el deseo de encontrar a Dios en ellos.
Así, abrazaremos también nosotros al Maestro, con la humilde petición de que jamás permita que nos separemos de Él.
EVANGELIO
San Juan 20, 11-18
En aquel tiempo, fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntan: —«Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les contesta: —«Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Dicho esto, da media vuelta y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: —«Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: —«Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Jesús le dice: —«¡María!». Ella se vuelve y le dice: —«¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!». Jesús le dice: —«Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”». María Magdalena fue y anunció a los discípulos: —«He visto al Señor y ha dicho esto».

[1] Cfr. Camino, 432.
[2] Camino, edición crítica. Comentario al punto 432.
[3] Ibíd.
[4] F. Fernández-Carvajal, Hablar con Dios II (Madrid 198722) 393-394.

No hay comentarios:

Publicar un comentario