Con frecuencia, desde entonces, he pensado que los católicos podemos aprender de nuestros hermanos bautizados en otras Iglesias o comunidades eclesiales; su amistad, su sinceridad, y también su vivencia de la fe quizá en medio de muchas dificultades, son lecciones, a veces magistrales, para vivir nuestra identidad cristiana.
Me venía este sucedido a la mente ahora que se cumplen 100 años del comienzo del Movimiento ecuménico en Edimburgo, 1910, donde se reunieron los delegados de sociedades misioneras anglicanas y protestantes. El octavario para la unidad de los cristianos tiene este año como tema: “Vosotros sois testigos de todas estas cosas” (cf. Lc 24, 46-48), y como protagonistas destacados, por razones obvias, los cristianos escoceses. La celebración del centenario tendrá lugar el próximo mes de junio bajo el lema: “Testimoniar a Cristo hoy”. Desde los años sesenta se han empeñado en impulsar la unidad de los cristianos tanto por vía teológica, como por medio de la colaboración en distintos planos (educativo, cultural, etc.), como también en la denuncia de las injusticias sociales. Una de sus iniciativas ha sido, por ejemplo, la denominada “Pastores de calle”: personas disponibles para ayudar en cualquier necesidad, grande o pequeña, en medio de las ciudades.
En nuestra perspectiva, la tarea ecuménica está integrada en la Misión de la Iglesia por varios motivos. El motivo más inmediato viene determinado por una razón histórica o de hecho: el Movimiento ecuménico nació y se desarrolló en los ámbitos de los movimientos misioneros juveniles protestantes del s. XIX.
Esta raíz misionera del Movimiento ecuménico (puesto en marcha por personas que tenían una indudable preocupación misionera y social) se comprobó en 1910 en Edimburgo. Allí se dio una fuerte toma de conciencia del drama y escándalo de la separación de los cristianos, precisamente en el ámbito de la misión y de la evangelización: Cristo predicó el Evangelio y las Iglesias cristianas no deberían predicar cada una “un” evangelio distinto ni fragmentario.
En tercer lugar, y por una razón aún de más peso, la promoción de la unidad de los cristianos está integrada en la grande y única Misión de la Iglesia (llevar la humanidad a Dios): porque Cristo así lo quiso expresamente. Él afirmó que la unidad de los cristianos era condición de la eficacia en el cumplimiento de esa Misión o en su realización: “Que todos sean uno —pidió en su oración sacerdotal—; como Tú, Padre en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado”. Por tanto, la unidad de los cristianos tiene un modelo profundo y supremo que es la unidad de la Trinidad. Y tiene una finalidad durante la historia: “para que el mundo crea”; es decir, la finalidad de la misión. Además, compromete a todos y a cada uno de los cristianos.
De ahí se deriva un cuarto motivo —en parte ya indicado— de la relación entre Misión y ecumenismo: todos los cristianos somos responsables de extender el Evangelio, cada uno según sus circunstancias y, ante todo, testimoniando con su propia vida el amor de Cristo. Cabe resaltar que del cristiano se espera también la palabra que explique “las razones de su esperanza” (1 Pe 3, 15), los motivos de su conducta. En consecuencia, tanto para la evangelización como para el ecumenismo (que es hoy un aspecto esencial de la evangelización) se requiere una formación permanente. Una formación que renueve la conciencia en el cristiano de lo que Dios le encomienda al recibir la fe en el bautismo. Una formación que le capacite para dar “razón” de su fe.
Un nuevo motivo surge ante las necesidades de nuestro mundo. El compromiso misionero (o evangelizador) y el compromiso ecuménico van juntos porque —como suele decir Benedicto XVI— el testimonio fundamental que hemos de dar los cristianos, sobre todo hoy, es el de nuestra unidad. Por eso esta unidad es urgente y afecta a todos los cristianos.
Además de la oración por la unidad (núcleo del “ecumenismo espiritual” que es la parte más importante del ecumenismo), hay muchos modos de participar en el ecumenismo: agradecer a Dios la fe cristiana y profundizar en su estudio; subrayar —ya entre los mismos católicos y con los otros cristianos— “lo que une” sobre lo que separa; celebrar —participar en la misa—, confesar y compartir la fe con nuestros familiares y amigos; conocer, para comprender mejor, la historia y la cultura de otros cristianos (en el caso de los católicos, apreciando la comunión, aunque imperfecta, que tenemos con los hermanos separados).
Hoy la gran Misión cristiana —todo cristiano es misionero, dice Camino (cf. n. 848), aunque no se llame misionero, por no tener ese encargo oficial de la Iglesia—, como también el ecumenismo, se plantean en un marco multicultural e interreligioso. Este contexto proporciona a la vez motivos de esperanza (más posibilidades de enriquecimiento y comunicación) y de riesgos (peligros de relativismo y secularismo). Por eso, conviene conocer y vivir bien la propia fe, y al mismo tiempo tener un corazón grande para comprender y vivir lo que significa la palabra "hermanos".
La unión hace la fuerza, según un dicho con frecuencia atribuido a Esopo. Aquí se podría decir con más profundidad: la unión hace la Vida.
Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra
jueves, 21 de enero de 2010
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