EN LA CUMBRE

viernes, 15 de abril de 2016

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domingo, 6 de septiembre de 2015

El sacramento del Bautismo

   Todos los cristianos tenemos la esperanza de vivir eternamente, en presencia de Dios, tras la muerte del cuerpo. Esta fue la alianza que Dios hizo con nosotros en el comienzo de los tiempos y que reafirmo haciéndose hombre entre nosotros, llevando consigo a la cruz todos nuestros pecados. Esta es la historia de la salvación de la humanidad.

   Puede parecer lejana y abstracta. Pero, esta historia se repite en cada uno de nosotros: es nuestra historia personal de salvación y podemos seguirla a través de los sacramentos. Desde el bautizo hasta la unción de los enfermos cada uno de estos misterios de fe va marcando nuestras etapas vitales al tiempo que recibimos las gracias para afrontarlas. Los sacramentos van acompañados de signos visibles y de ritos que marcan nuestra historia personal; son signos de nuestro crecimiento en la fe; de nuestro acercamiento a Cristo.

   En los sacramentos se inaugura nuestra alianza con Dios, se fortalece, se alimenta, se limpia, se amplia y se ratifica. Al mismo tiempo Dios se hace visible para nosotros en forma se signo, nos acoge, nos alimenta, nos perdona, nos da sabiduría y fortaleza; establece con nosotros una alianza personal y única que, a través de los sacramentos, nos permitirá alcanzar la vida eterna.

   No es casual que el Papa Francisco haya dedicado la primera audiencia general de 2014 al bautismo. Ni que anunciara una serie de catequesis sobre los sacramentos. Un tema central de nuestra fe que conviene no tomar a la ligera. Aprovechando esta coyuntura, en encuentra.com presentan una serie de artículos sobre los sacramentos: verdadero itinerario de nuestra fe y recorrido por la nuestra propia historia de salvación.

jueves, 25 de abril de 2013

LA IMPORTANCIA DE LA FORMACIÓN


Te comento la preciosa narración de los Hechos 8, 26-40.
Un ministro de la reina de Etiopía había estado en Jerusalén para cumplir sus deberes religiosos y adorar a Dios en el templo; debía ser, por tanto, judío o temeroso de Dios. Preparó la caravana y dispuso todo rumbo al sur, en dirección a su propio país. Era un hombre bastante afamado, administrador de los tesoros de la reina, un funcionario competente. Leía la Escritura: en concreto, el libro del profeta Isaías.
Felipe, por su parte, recibió un mensaje de Dios en su oración: «acércate a esa caravana que va por el camino de Jerusalén a Gaza». Felipe obedeció con prontitud. Se situó cerca del etíope, convirtiéndose así en su compañero de viaje. Iban los dos juntos, pero fue Felipe quien rompió el hielo al preguntarle si comprendía lo que leía.
«¿Cómo voy a entenderlo, si nadie me lo explica?». La sincera respuesta del etíope motivó que Felipe le explicara el misterio central del cristianismo. El cordero que no abrió la boca, el cordero que murió humilde, aquel animal que ofreció su vida por los pecados de todos es, en realidad, Jesucristo, nacido en Belén, educado en Nazaret, que vivió en Cafarnaúm y pasó por la tierra haciendo el bien. Murió en la cruz y ahora vive para siempre. Ha resucitado. Felipe le explicó las Escrituras probablemente de modo muy semejante a como Jesús lo había hecho poco antes con los discípulos de Emaús. Le contó todo lo que en el texto sagrado se refiere a Cristo.
El etíope escuchaba con tal grado de entusiasmo que, casi antes de que el misionero venido de Dios acabara, le interrumpió pidiéndole el bautismo. Le había convencido. La alegría colmó el alma del funcionario de tal modo que será él mismo quien comenzará la extensión del cristianismo en Etiopía, una de las regiones de fe católica más antiguas del mundo.
Todo se inició gracias a la docilidad de Felipe a la voz de Dios, escuchada en su oración. Fue eso lo que le permitió estar cerca de su contemporáneo cuando este, de algún modo, se quejaba: ¡cómo voy a entender si nadie me lo explica!
Tampoco nuestros compañeros de trabajo o de estudios pueden entender nada si nadie se lo explica. ¿Estás tú cerca de ellos para explicárselo? ¿Tienes la suficiente formación para poder hacerlo? ¿Comprendes algo de tu fe católica?

2. Felipe pudo iluminar la conciencia del etíope porque poseía una fe verdadera e íntima, vivida y formada. Había conocido a Cristo y había estudiado las Escrituras. Para ser seguidor de Cristo hay que vivir la fe e, indudablemente, eso requiere estudiarla.
«No basta ser cristianos por el bautismo recibido o por las condiciones histórico-culturales donde se ha nacido o se vive. Poco a poco se crece en años y en cultura, se asoman a la conciencia problemas nuevos y exigencias nuevas de claridad y certeza. Es necesario, pues, buscar responsablemente las motivaciones de la propia fe cristiana. Si no se llega a ser personalmente conscientes y no se tiene la comprensión adecuada de lo que se debe creer y de los motivos de la fe, en cualquier momento todo puede hundirse fatalmente y ser echados fuera, a pesar de la buena voluntad de padres y educadores. Por eso, os digo: emplead bien vuestra inteligencia, esforzaos por lograr convicciones concretas y personales, no perdáis el tiempo, profundizad en los motivos y fundamentos de la fe en Cristo y en la Iglesia, para ser fuertes ahora y en vuestro futuro»[23].
Este momento de oración es excelente para hacer sinceramente –aquí, ahora– un examen de conciencia a propósito de nuestra preocupación por la formación: ¿Empleo toda mi inteligencia? ¿Aprovecho el tiempo, dedicando algunos ratos a la semana a conocer mejor lo que creo? ¿Profundizo en mi fe, yendo a fondo, tratando de comprender las verdades del Catecismo?

3. Para formarse es fundamental la humildad: ser conscientes de que siempre podemos crecer en el conocimiento de Dios, ser lo suficientemente sencillos para reconocer como verdaderas las proposiciones de la Iglesia e intentar comprenderlas, no desanimarse ante la imposibilidad de vivir determinadas doctrinas o ante la incomprensión de personas que, siendo ateas, parecen tan seguras de sí mismas y arrogantes para con los demás.
De la necesidad de ser humildes y formarnos bien nos habla esta anécdota, ocurrida a finales de 1892. Un señor de unos 70 años viajaba en tren y tenía a su lado a un joven universitario que iba leyendo un libro de ciencias. El caballero, a su vez, leía un libro de portada negra. Cuando el joven percibió que se trataba de la Biblia y que estaba abierta en el evangelio de Marcos, sin mucha ceremonia, interrumpió la lectura del viejo y le preguntó:
—Señor, ¿usted todavía cree en ese libro lleno de fábulas y cuentos?
—Sí, pero no es un libro de cuentos, es la Palabra de Dios. ¿Estoy equivocado?
—¡Pero claro que lo está! Creo que usted debería estudiar Historia Universal. Vería que la Revolución Francesa, ocurrida hace más de 100 años, mostró la miopía de la religión. Solamente personas sin cultura creen todavía que Dios hizo el mundo en 6 días. Usted debería conocer un poco más lo que nuestros científicos dicen de todo eso...
—Y... ¿es eso mismo lo que nuestros científicos dicen sobre la Biblia?
—Lo cierto es que, como voy a bajar en la próxima estación, no tengo tiempo de explicárselo con calma, pero déjeme su tarjeta con su dirección y le mandaré material científico por correo con la máxima urgencia.
El anciano entonces, cargado de paciencia, abrió cuidadosamente el bolsillo derecho de su maletín y le dio su tarjeta al muchacho. Cuando este leyó lo que allí decía, salió cabizbajo, sintiéndose peor que una ameba. En la tarjeta, en efecto, estaba escrito:

Profesor Doctor Louis Pasteur
Director General del Instituto de
Investigaciones Científicas
Universidad Nacional de Francia

El mismo Pasteur decía: «Un poco de ciencia nos aparta de Dios. Mucha, nos aproxima».
EVANGELIO
San Juan 6, 44-51
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
—«Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado.
Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ese ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».

martes, 23 de abril de 2013

Libro Etica razonada jose ramon ayllon

domingo, 14 de abril de 2013

María Magdalena


Martes 2 de abril
Octava de Pascua

1. ¿Dónde vas, María? Voy tras el amor. 2. Lo más hermoso es nada, y menos que nada, en comparación con el Amor. 3. Encontrar a Cristo.

1. Voy tras el amor. Es María, la de Magdala, que ha perseguido el amor a fuerza de vivir entregada a su servicio. ¿Gratitud? ¿Generosidad? ¡Gracia! Sí, eso es, don inmerecido de Dios a una mujer que en otro tiempo fue pecadora y hoy es fiel discípula.
María busca a Cristo de madrugada. La primera. La única. No puede hacer otra cosa. Cuando los hombres aún duermen y la ciudad reposa, ella corre al sepulcro, movida por el deseo de verle de nuevo. No hay duda de lo que va a encontrar: una tumba cerrada por una puerta de gran peso imposible de mover. Pero le da igual... Esto lo puede entender solamente quien haya amado de verdad. Verle de nuevo... aunque sea sepultado en tumba o inhumado en tierra. Estar.
¿A qué vas, María, a qué vas? ¿No ves que una piedra inamovible y un cementerio vacío anuncian una visita inútil? Para María esa no es la cuestión y no está dispuesta a discutir, porque sabe que tiene razón –toda– cuando afirma que va por amor tras el amor.
Cuando la de Magdala alcanza el sepulcro, su alma se conmueve ante lo que ve. Su imaginación hebrea es incapaz de suponer –siquiera por sospecha– que Cristo haya resucitado. La tumba está vacía y el cuerpo no está: ¡alguien lo ha robado! ¿Dónde queda la reliquia de mi amor? ¿Dónde? Y rompe a llorar. Se lamenta mientras ruega al Dios de sus padres.
¿Qué puede hacer ahora? Corre a avisar a los discípulos. Los más valientes –los que amaron más a Cristo– suben con ella. Ven. Y marchan de nuevo. María permanece junto al sepulcro. ¿Dónde va a ir? Llora desconsolada, mientras sigue dándole vueltas: ¿quién se lo ha llevado?, ¿quién?, ¿y ahora...?
Una figura, misteriosa al amanecer, se le acerca. Será el hortelano... Sus ojos empañados por las lágrimas no perciben a Cristo en la extraña figura. María mira al suelo mientras sigue llorando desconsolada. Es ella quien se queja: «Si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré».
Está loca. Lo que dice no tiene ningún sentido: con sus solas fuerzas, ¿podría levantar el peso muerto? Es más, ¿su frágil alma soportaría encontrar el cadáver de su amor fuera de ese sepulcro que ella misma había preparado?
María de Magdala está loca, sí, pero es locura de amor. Por eso, muchos siglos después, tú y yo elevamos los ojos al cielo para suplicar al menos un poco –¡una parte!– de la grandeza de alma de esta mujer.
Porque de mi corazón brota el deseo, Jesús mío, de quererte como ella... hay amores y hay Amor... o mejor dicho –queremos experimentarlo así– «no hay más amor que el Amor»[1].

2. ¿Y cuál es ese Amor, merecedor de todos los riesgos, fiel depositario de todas las locuras, que hace capaz a hombres y mujeres del mayor de los esfuerzos?
«He considerado –escribía san Josemaría en sus notas personales de oración– lo más hermoso y grande y atractivo del mundo, lo que place a la inteligencia y a las otras potencias y lo que es recreo de la carne y de los sentidos. Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: todo el Universo»[2].
El santo consideraba en su oración cuanto de bello y agradable hay para la memoria, para la inteligencia y la voluntad. Unámonos tú y yo a ese esfuerzo: un bonito recuerdo, un proyecto apasionante, tus amigos, tus amigas, tantas cosas por realizar. Trae a tu inteligencia lo más hermoso que has visto o has vivido en tu vida. Imagina algo más bello aún, toda la belleza del mundo presente en un solo instante también en nuestra meditación. Mira cómo sigue su oración:
«Y eso junto, con todas las locuras del corazón satisfechas, nada vale, es nada y menos que nada al lado de ¡este Dios mío, tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de Siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía!»[3].
Movidas por este Amor –sí, con mayúscula– obraron las almas de los santos. Así actuó también María Magdalena, protagonista de nuestro evangelio e intrépida docente del ardor sincero y de la entrega renovada. La gracia la renovó por entero y desde entonces jamás quiso faltar a su Dios; fue por ello hecha apóstol de apóstoles.

3. No fue la presencia del hortelano la que inquietó a María. Antes bien halló en ese encuentro un motivo para seguir esperando. Tampoco le turbó la eventual dificultad de tener que arrastrar el cuerpo de Cristo ella sola, sino que, por el contrario, se manifiesta bien dispuesta.
¿Qué fue entonces lo que turbó tu ánimo, María? Su nombre, pronunciado por el Verbo de Dios —¡María! Esa fue la causa del movimiento del alma capaz de tornar su tristeza en regocijo. «La palabra tiene esa inflexión única que Jesús da a cada nombre –también el nuestro– y que lleva aparejada una vocación, una amistad muy singular con Jesús. Jesús nos llama por nuestros nombres, y su entonación es inconfundible»[4].
«Ella se vuelve y le dice: ¡Rabboni!, que significa, Maestro». ¡Por fin ha reconocido a su Amor, que estaba ahí, tan cerca! Cuántas veces estamos tú y yo metidos en mil problemas, en esos estupendos embrollos que liamos con nuestra imaginación. Y lo pasamos mal. Y lloramos –a veces–. Aprendamos de María. Volvámonos también nosotros a Cristo, que está siempre a nuestro lado. Escuchemos su voz que nos llama por nuestro nombre –¡nos ama tanto!–, y retornemos a nuestros quehaceres cotidianos con el deseo de encontrar a Dios en ellos.
Así, abrazaremos también nosotros al Maestro, con la humilde petición de que jamás permita que nos separemos de Él.
EVANGELIO
San Juan 20, 11-18
En aquel tiempo, fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntan: —«Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les contesta: —«Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Dicho esto, da media vuelta y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: —«Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?». Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: —«Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». Jesús le dice: —«¡María!». Ella se vuelve y le dice: —«¡Rabboni!», que significa: «¡Maestro!». Jesús le dice: —«Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”». María Magdalena fue y anunció a los discípulos: —«He visto al Señor y ha dicho esto».

[1] Cfr. Camino, 432.
[2] Camino, edición crítica. Comentario al punto 432.
[3] Ibíd.
[4] F. Fernández-Carvajal, Hablar con Dios II (Madrid 198722) 393-394.

lunes, 1 de abril de 2013

Resurrección del Señor


1. La costosa noticia de la resurrección. 2. Este es el día en que actuó el Señor. 3. La fe es tener un trato real y personal con Jesucristo.

1. A los apóstoles les costó creer que el maestro había resucitado. Lo vemos en el evangelio de hoy: lo primero que piensan es que han robado el cuerpo del sepulcro. La resurrección no entraba en sus esquemas. Para ellos toda resurrección era más bien un acontecimiento espiritual, al final de los tiempos... No entendían nada cuando Jesús les decía que al tercer día resucitaría. Era casi imposible que lo comprendieran.
Nosotros lo hemos escuchado muchas veces y hasta puede parecernos normal que aquella mañana de domingo la tumba estuviera vacía y Cristo hubiera resucitado pero... ¿nos lo creemos de verdad?
Imagínate que esta mañana vas a comprar el periódico, y te llama la atención ver que la primera página de todos los diarios sorprende con una única noticia; es la misma portada en toda la prensa. Resulta que unos investigadores suizos han descubierto el cuerpo de Jesús, que estaba escondido en un remoto lugar de Siria, y después de años de investigación han dado con él. Afirman que no hay margen de error: es el cuerpo de Jesús.
¿Qué pensarías? ¿En qué quedaría tu fe? ¿Seguirías creyendo igual? Porque, es bueno advertirlo, si te da igual que Cristo haya resucitado o no, entonces sigues a un maestro, a un doctor, a un sabio... pero no a Jesucristo.

2. Muchas cosas hizo el Verbo de Dios cuando pasó aquellos treinta y tres años entre los hombres. Nos hemos admirado –¡tantas veces!– viendo sus curaciones cuando caminaba por Galilea o enseñaba en las Sinagogas: endemoniados, paralíticos, ciegos, cojos, sordos... reconocieron en su vida la acción misericordiosa del Salvador. También incluso algunos muertos, como el hijo de la viuda de Naín o su propio amigo Lázaro. Jesucristo caminaba por en medio de su gente como el médico de la vida que repartía su ciencia a cuantos se encontraban aquejados por la enfermedad.
Nos enamoran, además, sus enseñanzas: es Jesús, que habla profundo, que comprende siempre, que reprocha a veces. Palabras verdaderas, palabras sencillas, ejemplos comprensibles: un caudal inagotable de doctrina para que los hombres tengan vida.
Aún es más llamativa, si cabe, su divina capacidad de hacerse cargo de nuestras cosas. Entonces descubrimos a Jesús que se admira por la fe del centurión expresadas en palabras henchidas de abandonado amor: «Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano». Vimos a Jesús compadecerse de aquella mujer, enferma de años, que se había gastado su fortuna en médicos para no encontrar solución... ¡Qué amable el rostro verdaderamente humano de Jesús!
«Este es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo», rezamos hoy con el Salmo. Hoy, resucitando, actuó el Señor. En aquellas obras, en aquella enseñanza, Cristo enseñaba algo de sí mismo. Hoy nos lo muestra todo y se revela absolutamente; porque hoy, resucitado, llegamos al convencimiento de quién es Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

3. Jesucristo vive. Esa fue la conciencia de los primeros cristianos y esta es la verdad; esta es la persuasión de la Iglesia de todos los tiempos: Jesucristo vive para siempre, siendo el acontecimiento más real de la historia. Su cuerpo no estaba en el sepulcro aquel domingo y no se encontrará jamás en tumba alguna. Nunca. Si alguien dijera lo contrario, miente.
Resucitó en cuerpo glorioso y nos acompaña con la mirada puesta en cada uno de nosotros en todo momento. Ahora. Sí. Vive.
Si alguien quiso hacer del cristianismo sencillamente un conjunto de normas o una especie de formulario de buena conducta... se equivocó. La fe es creer que puedo tener un trato personal y real con Jesucristo, aquí y ahora, hoy; que mi amistad con Él puede ser más fuerte que con cualquiera de mis amigos; que mi amor a Cristo está llamado a ser mayor que cualquier amor de la tierra.
«¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8, 35-39). El día en que puedas repetir en primera persona estas encendidas palabras de san Pablo, ese día podrás afirmar que Cristo vive realmente para ti.
EVANGELIO
San Lucas 24, 1-12
El primer día de la semana, de madrugada, las mujeres fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Encontraron corrida la piedra del sepulcro. Y, entrando, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas por esto, se les presentaron dos hombres con vestidos refulgentes. Ellas, despavoridas, miraban al suelo, y ellos les dijeron: —«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Acordaos de lo que os dijo estando todavía en Galilea: “El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar”». Recordaron sus palabras, volvieron del sepulcro y anunciaron todo esto a los Once y a los demás. María Magdalena, Juana y María, la de Santiago, y sus compañeras contaban esto a los apóstoles. Ellos lo tomaron por un delirio y no las creyeron. Pedro se levantó y fue corriendo al sepulcro. Asomándose, vio solo las vendas por el suelo. Y se volvió admirándose de lo sucedido.

martes, 13 de noviembre de 2012

TODOS LOS SANTOS

TODOS LOS SANTOS*
Solemnidad

I. Alegrémonos todos en el Señor, al celebrar este día de fiesta en honor de todos los santos: de esta solemnidad se alegran los ángeles y alaban al Hijo de Dios (1).

La fiesta de hoy recuerda y propone a la meditación común algunos componentes fundamentales de nuestra fe cristiana señalaba el Papa Juan Pablo II. En el centro de la liturgia están sobre todo los grandes temas de la Comunión de los Santos, del destino universal de la salvación, de la fuente de toda santidad que es Dios mismo, de la esperanza cierta en la futura e indestructible unión con el Señor, de la relación existente entre salvación y sufrimiento y de una bienaventuranza que ya desde ahora caracteriza a aquellos que se hallan en las condiciones descritas por Jesús. Pero la clave de la fiesta que hoy celebramos «es la alegría, como hemos rezado en la antífona de entrada: Alegrémonos todos en el Señor al celebrar este día de fiesta en honor de todos los Santos; y se trata de una alegría genuina, límpida, corroborante, como la de quien se encuentra en una gran familia donde sabe que hunde sus propias raíces...» (2). Esta gran familia es la de los santos: los del Cielo y los de la tierra.

La Iglesia, nuestra Madre, nos invita hoy a pensar en aquellos que, como nosotros, pasaron por este mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras, y vencieron. Es esa muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, según nos recuerda la Primera lectura de la Misa (3). Todos están marcados en la frente y vestidos con vestiduras blancas, lavadas en la sangre del Cordero (4). La marca y los vestidos son símbolos del Bautismo, que imprime en el hombre, para siempre, el carácter de la pertenencia a Cristo, y la gracia renovada y acrecentada por los sacramentos y las buenas obras.

Muchos Santos de toda edad y condición han sido reconocidos como tales por la Iglesia, y cada año los recordamos en algún día preciso y los tomamos como intercesores para tantas ayudas como necesitamos. Pero hoy festejamos, y pedimos su ayuda, a esa multitud incontable que alcanzó el Cielo después de pasar por este mundo sembrando amor y alegría, sin apenas darse cuenta de ello; recordamos a aquellos que, mientras estuvieron entre nosotros, hicieron, quizá, un trabajo similar al nuestro: oficinistas, labriegos, catedráticos, comerciantes, secretarias...; también tuvieron dificultades parecidas a las nuestras y debieron recomenzar muchas veces, como nosotros procuramos hacer, y la Iglesia no hace una mención nominal de ellos en el Santoral. A la luz de la fe, forman «un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles laicos a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre, hombres y mujeres que, precisamente en la vida y actividad de cada jornada, son los obreros incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y grandes artífices por la potencia de la gracia, ciertamente del crecimiento del Reino de Dios en la historia» (5). Son, en definitiva, aquellos que supieron «con la ayuda de Dios conservar y perfeccionar en su vida la santificación que recibieron» (6) en el Bautismo.

Todos hemos sido llamados a la plenitud del Amor, a luchar contra las propias pasiones y tendencias desordenadas, a recomenzar siempre que sea preciso, porque «la santidad no depende del estado soltero, casado, viudo, sacerdote, sino de la personal correspondencia a la gracia, que a todos se nos concede» (7). La Iglesia nos recuerda que el trabajador que toma cada mañana su herramienta o su pluma, o la madre de familia dedicada a los quehaceres del hogar, en el sitio que Dios les ha designado, deben santificarse cumpliendo fielmente sus deberes (8).

Es consolador pensar que en el Cielo, contemplando el rostro de Dios, hay personas con las que tratamos hace algún tiempo aquí abajo, y con las que seguimos unidos por una profunda amistad y cariño. Muchas ayudas nos prestan desde el Cielo, y nos acordamos de ellas con alegría y acudimos a su intercesión.
Hacemos hoy nuestra aquella petición de Santa Teresa, que también ella misma escuchará, en esta Solemnidad: «¡­Oh ánimas bienaventuradas, que tan bien os supisteis aprovechar, y comprar heredad tan deleitosa...! Ayudadnos, pues estáis tan cerca de la fuente; coged agua para los que acá perecemos de sed» (9).

II. En la Solemnidad de hoy, el Señor nos concede la alegría de celebrar la gloria de la Jerusalén celestial, nuestra madre, donde una multitud de hermanos nuestros le alaban eternamente. Hacia ella, como peregrinos, nos encaminamos alegres, guiados por la fe y animados por la gloria de los Santos; en ellos, miembros gloriosos de su Iglesia, encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad (10).

Nosotros somos todavía la Iglesia peregrina que se dirige al Cielo; y, mientras caminamos, hemos de reunir ese tesoro de buenas obras con el que un día nos presentaremos ante nuestro Dios. Hemos oído la invitación del Señor: Si alguno quiere venir en pos de Mí... Todos hemos sido llamados a la plenitud de la vida en Cristo. Nos llama el Señor en una ocupación profesional, para que allí le encontremos, realizando aquella tarea con perfección humana y, a la vez, con sentido sobrenatural: ofreciéndola a Dios, ejercitando la caridad con las personas que tratamos, viviendo la mortificación en su realización, buscando ya aquí en la tierra el rostro de Dios, que un día veremos cara a cara. Esta contemplación trato de amistad con nuestro Padre Dios podemos y debemos adquirirla a través de las cosas de todos los días, que se repiten muchas veces, con aparente monotonía, pues «para amar a Dios y servirle, no es necesario hacer cosas raras. A todos los hombres sin excepción, Cristo les pide que sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Para la gran mayoría de los hombres, ser santo supone santificar el propio trabajo, santificarse en su trabajo, y santificar a los demás con el trabajo, y encontrar así a Dios en el camino de sus vidas» (11).

¿Qué otra cosa hicieron esas madres de familia, esos intelectuales o aquellos obreros..., para estar en el Cielo? Porque a él queremos ir nosotros; es lo único que, de modo absoluto, nos importa. Esta santa decisión tiene mucha importancia para los demás. Si, con la gracia de Dios y la ayuda de tantos, alcanzamos el Cielo, no iremos solos: arrastraremos a muchos con nosotros.

Quienes han llegado ya, procuraron santificar las realidades pequeñas de todos los días; y si alguna vez no fueron fieles, se arrepintieron y recomenzaron el camino de nuevo. Eso hemos de hacer nosotros: ganarnos el Cielo cada día con lo que tenemos entre manos, entre las personas que Dios ha querido poner a nuestro lado.

III. Muchos de los que ahora contemplan la faz de Dios quizá no tuvieron ocasión, a su paso por la tierra, de realizar grandes hazañas, pero cumplieron lo mejor posible sus deberes diarios, sus pequeños deberes diarios. Tuvieron quizá errores y faltas de paciencia, de pereza, de soberbia, tal vez pecados graves. Pero amaron la Confesión, y se arrepintieron, y recomenzaron. Amaron mucho y tuvieron una vida con frutos, porque supieron sacrificarse por Cristo. Nunca se creyeron santos; todo lo contrario: siempre pensaron que iban a necesitar en gran medida de la misericordia divina. Todos conocieron, en mayor o menor grado, la enfermedad, la tribulación, las horas bajas en las que todo les costaba; sufrieron fracasos y éxitos. Quizá lloraron, pero conocieron y llevaron a la práctica las palabras del Señor, que hoy también nos trae la Liturgia de la Misa: Venid a Mí, todos los que estáis trabajados y cargados, y Yo os aliviaré (12). Se apoyaron en el Señor, fueron muchas veces a verle y a estar con Él junto al Sagrario; no dejaron de tener cada día un encuentro con Él.

Los bienaventurados que alcanzaron ya el Cielo son muy diferentes entre sí, pero tuvieron en esta vida terrena un común distintivo: vivieron la caridad con quienes les rodeaban. El Señor dejó dicho: en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis unos a otros (13). Ésta es la característica de los Santos, de aquellos que están ya en la presencia de Dios.

Nosotros nos encontramos caminando hacia el Cielo y muy necesitados de la misericordia del Señor, que es grande y nos mantiene día a día. Hemos de pensar muchas veces en él y en las gracias que tenemos, especialmente en los momentos de tentación o de desánimo.

Allí nos espera una multitud incontable de amigos. Ellos «pueden prestarnos ayuda, no sólo porque la luz del ejemplo brilla sobre nosotros y hace más fácil a veces que veamos lo que tenemos que hacer, sino también porque nos socorren con sus oraciones, que son fuertes y sabias, mientras las nuestras son tan débiles y ciegas. Cuando os asoméis en una noche de noviembre y veáis el firmamento constelado de estrellas, pensad en los innumerables santos del Cielo, que están dispuestos a ayudarnos...» (14). Nos llenará de esperanza en los momentos difíciles. En el Cielo nos espera la Virgen para darnos la mano y llevarnos a la presencia de su Hijo, y de tantos seres queridos como allí nos aguardan.

(1) Antífona de entrada.  (2) JUAN PABLO II, Homilía 1XI1980.  (3) Apoc 7, 9.  (4) Cfr. Apoc 7, 39.  (5) JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30XII1988, 17.  (6) CONC. VAT. II, Const. Lumen gentium, 40.  (7) SAN JOSEMARÍA ESCRIVA DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, p. 67.  (8) Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Christifideles laici, cit.  (9) SANTA TERESA, Exclamaciones, 13, 4.  (10) Cfr. MISAL ROMANO, Prefacio de la Misa.  (11) Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 55. (12) Aleluya. Mt 11, 28.  (13) Jn 13, 3435.  (14) R. A KNOX, Sermón a los colegiales de Allí Hallws, 1XI1950.

*La Iglesia nos invita a levantar el pensamiento y a dirigir la oración a esa inmensa multitud de hombres y mujeres que siguieron a Cristo aquí en la tierra y se encuentran ya con Él en el Cielo. La fiesta se celebra en toda la Iglesia desde el siglo VIII. En ella se nos recuerda que la santidad es asequible a todos, en las diversas profesiones y estados, y que para ayudarnos a alcanzar esa meta debemos vivir el dogma de la Comunión de los Santos.